domingo, 26 de septiembre de 2010

In my head... or something.





Justo en el momento en el que más fuerte me sentía, vi otra vez tu perfectamente desaliñado pelo castaño, sentí el roce magnético de las curvas de tu piel, caí en el profundo e hipnótico pozo de tus ojos grises, y toda la fuerza se la llevo la lluvia de otoño. Estaba convencido de que ya había pasado mucho tiempo desde que me incendiaste, pero me he dado cuenta de que todavía sigo ardiendo.

Y ya estamos en otoño, y luego viene el invierno. Dos estaciones que me recuerdan demasiado a ti.




Desde hace unas semanas, cuando subo los tres primeros escalones de cualquier escalera, mi mente siempre piensa en tres números que en principio forman parte de una serie aleatoria. 01-08-10. Cuando lo pensé, me di cuenta de que podía ser una fecha. Y ya nunca me olvidaré de lo que pasó ese día. Estoy colgado, lo sé.


Stoner from hell. Nunca suena lo suficiente grave.

martes, 7 de septiembre de 2010

Dawn.





Las tambores de los nativos, apostados tras la espesura de la selva, llenaban la jungla de un ritmo incesante y casi adictivo. Me era imposible saber que significaban, pero me trasmitían incertidumbre y nerviosismo. No sabría decirte de que huíamos exactamente. Nativos o bestias, tanto da. El caso es que corríamos solos, siguiendo el río, por una destartalada delegación comercial de marfil perdida en lo más espeso de la selva africana, en algún lugar del Congo inexplorado del siglo XIX.

Mientras que con una mano tiraba de ti hacía adelante, en la otra portaba un fusil del ejército británico que tantas veces me había salvado la vida en aquellas tierras.

Maldecía cada segundo aquel maldito viaje a lo desconocido. Maldecía que mi sed de aventuras me hubiese llevado al mismísimo infierno, pero al mismo tiempo daba gracias al destino por haber cruzado nuestros caminos y tener la oportunidad de devolverte a Londres. África se alzaba inhóspita y oscura en un susurro agónico y tribal que helaba la sangre. Los ritos y maldiciones de los nativos se podían apreciar en el tenebroso ambiente de la jungla. Me pregunto si todos aquellos exploradores también tuvieron miedo, si se asustaron al adentrarse en lo más profundo de lo desconocido.

Corríamos hacía la siguiente delegación comercial, donde esperábamos encontrar a soldados del coronel Hutton, encargados de velar por la seguridad de los agentes comerciales. Nuestra salvación pasaba por llegar a su posición antes de que las bestias, los nativos o aquella criatura que había atacado al coronel río arriba, acabaran con nosotros. Corríamos tanto que no pudiste evitar tropezar. Te ayudé a incorporarte y te pregunté si estabas bien, ¿recuerdas?.

Sin darte tiempo a responder, algo apareció súbitamente de entre la espesura. De una salto sobrehumano se situó a 6 o 7 metros de mí. Nos miramos, me miró. Sus ojos rojos destilaban odio hacía todo lo humano. Me agarré fuerte al fusil y, sin perder de vista a aquella bestia, te empujé débilmente intentando que tú corrieras y te pusieras a salvo. El duelo de miradas seguía sin vencedor. Saqué valor de donde no tenía. Pude ver sus garras, que se abrían amenazantes, deseosas de despedazar carne humana y también pude distinguir una mueca de sonrisa, de desprecio, en aquel engendro. Desprecio por todo lo que anteriormente había sido, por lo que tenía delante y por lo que ya nunca volvería a ser.

Desvié la mirada una fracción de segundo hacía ti, y te vi corriendo siguiendo la orilla del río. Un aullido metálico resonó en toda la jungla e instintivamente miré hacía mi enemigo. Una masa oscura se dirigía a toda velocidad hacía mi. Apreté el gatillo y la explosión del arma iluminó durante unas décimas de segundo mi alrededor, tiempo suficiente para distinguir el rostro de mi atacante. Un rostro humano, aunque deteriorado por todo lo que había sufrido, en el que destacaban dos ojos marrones y sanguinolentos. Un rostro lleno de odio. La bala hizo impacto en su cuerpo a escaso medio metro de mí. Otro aullido metálico recorrió la selva pero, sin embargo, la bala no detuvo su fuerza y se precipitó hacía mi inexorablemente hasta que ambos caímos al suelo.

Tras unos segundos de desconcierto, levanté la vista y busqué a aquella bestia. Corrió hacía aquella selva negra que ahora era su hogar, hasta que desapareció entre la maleza tan rápido como había surgido. Noté como un líquido viscoso y de apariencia oscura mojaba mi camisa. Sangre. No era mía.



...


No creo en la suerte, pero por suerte eso no significa que no exista. Si existe, esta claro que yo no tengo ni una pizca. No preguntes por qué, joder.