sábado, 29 de septiembre de 2012

Culpemos a la humedad.



Mi casa está llena de notas. Las puedes encontrar en cualquier lugar. Las hay pegadas a la puerta, sobre el marco de la televisión o incluso en el espejo del baño. Algunas de ellas dicen cosas normales, como listas de la compra; pero también hay teléfonos con nombres de personas que no recuerdo, listas de cosas por hacer que nunca haré, citas a las que nunca fui o letras de canciones que de vez en cuando pasan por mi cabeza. Hasta apunto recuerdos que, días después, no sabría decir si sucedieron de verdad.

A veces me asusto al leer alguna nota, pues tengo la sensación de que yo no he escrito aquello y que alguien ha entrado en casa y está escondido, jugando conmigo, tal vez con la intención de matarme mientras duermo o, más correctamente, intento dormir. Lo que no estaría nada mal. Pero se me pasa rápido, cuando enciendo un cigarrillo en el balcón, me tranquilizo, y me doy cuenta de lo idiota que soy. Por suerte, no suele venir nadie a visitarme y es que, si vinieran, creo que pensarían que estoy loco o algo parecido al ver todo lleno de papeles cuadrados pegados por allí y por allá.

Confieso que a veces tengo miedo. Me produce terror pensar que hay tantas que su número desproporcionado hace imposible deshacerse ya de ellas. Y que, si aparentemente consiguiera tirarlas todas, aparecería alguna extraviada y me hiciera enloquecer otra vez.

Desde aquella mañana, desde entonces, vivo así. Vivo, por decir algo. Si vinieras, tirarías todas esas malditas notas que están acabando conmigo, y creo que volvería a sonreír, contigo. Seré breve: te extraño hasta el dolor.




Y si no hay nadie a quien culpar, culpemos a la humedad.

domingo, 16 de septiembre de 2012

No me invites a tu boda.


El camarero, un hombre alto y delgado, de mediana edad y aspecto cansado pero siempre con una sonrisa y unas palabras alegres, nos trajo los cafés y nos deseó un buen día. Ella le añadió azúcar al suyo y yo mientras desvié mi mirada hacia la pareja que se sentaba cerca de nosotros. Serían más o menos de nuestra edad, tal vez un poco mayores. La chica era pelirroja y llevaba un jersey verde. No dejaba de mirar al frente, hacia el chico, que vestía una sudadera gris. Él, en cambio, estaba cabizbajo y no lograba soportar la mirada triste de ella. Me compadecí de aquel chico, pues podía comprender casi exactamente cómo se sentía a pesar de que era la primera vez que lo veía.

Volví la mirada y le añadí un par de cucharadas de azúcar a mi taza, pero siempre menos cantidad que ella, que acostumbraba a endulzar mucho el café. Ambos bebimos el primer sorbo, pero yo esperé con el borde de la taza en los labios mientras la miraba probar el suyo. Me gustaba mucho verla así, sin que se diese cuenta. Observar esos pequeños detalles, lo que una persona hace inconscientemente: fruncir el ceño, tocarse el pelo... Vi que se había quemado un poco, y es que el café estaba todavía demasiado caliente. Así que decidí esperar un poco y soplar durante unos segundos. Aún así, yo también acabé quemándome.

      - Menudo bostezo has dado, cariño.
      - Es que no he dormido mucho esta noche...- contesté intentando excusarme.
      - Se te nota. Ni esta noche ni las últimas, parece - dijo ella resignada.
      - Touché. 
      - ¿Y por qué no duermes?





No me invites a tu boda. No quiero beber whisky malo entre tus familiares, ni quiero que me vean borracho los niños y las ancianas. No quiero que me veas destrozado: pálido, con ojeras, delgado, cansado. No quiero tener que callarme para siempre, ni quiero hablar ahora y arruinarte la ceremonia. No quiero mentirte y tener que inventarme una excusa para no ir y, sobre todo, no quiero tener que ver cómo te entregas a quien no te merece. Así que, por favor, no me invites a tu boda.


Y un día tuve noticias de un extranjero sin voz;
decía ser tu amante y, si lo era, ¿quién era yo?

domingo, 9 de septiembre de 2012

Incursiones en mi habitación.



Y qué si no hay dónde huir y ya se escuchan venir. Yo no les tengo miedo, burlé mares enteros por ti. Por ti llegué hasta aquí.





Escogí un viejo whisky escocés, lo serví en dos vasos bajos y le tendí uno de ellos. Sonrió sin separar aquellos labios rojos y yo ascendí por su vestido negro, hasta llegar a sus ojos azules, que me miraban fijamente mientras apartaba la botella. Brindamos y bebimos un trago. Noté el calor bajar por mi garganta y ella gimió al notarlo bajar por la suya. La habitación estaba casi a oscuras, a penas una vieja lámpara de pie iluminaba tímidamente la estancia. Aquella luz se reflejaba en sus ojos y en su collar de oscuras y brillantes piedras, que contrastaba con la piel blanca de su cuello y su pecho.

Cerró los ojos y se relamió los labios para saborear el rastro que había dejado el alcohol en su boca. Pensé que no me importaría nada que aquella lengua probase mi sabor. Siempre me había preguntado cómo sería besar a una femme-fatale de esas de los años veinte, las de las películas en blanco y negro que llevaban una pistola en el liguero. Ella pareció leerme el pensamiento y acercó una mano hacía mí. Acarició mi cuello con ella y la deslizó sobre mi cuerpo hasta llegar al final de la corbata de mi traje. Volvió a pasear su lengua por sus labios mientras me miraba tras aquellas pestañas peligrosamente largas, y tiró de mi corbata hasta que mi cuerpo quedó a escasos centímetros del suyo.

Su perfume llegó hasta lo más profundo de mi cerebro y deseé que aquel olor dulzón permaneciese cerca de mí. Supe que estaba perdido, y que iba a suspirar por aquella fragancia durante el resto de mi vida. Su mano hizo el camino inverso al que había trazado antes y ascendió por mi pecho, recorrió mi cuello y se detuvo en mi barbilla. Acarició la línea de mi mandíbula con sus dedos índice y corazón y subió hasta acariciar mis labios. Los besé. Mi respiración se aceleró y ella sonrió al darse cuenta de que mi pulso iba aumentando. Hubiera hecho cualquier cosa que pronunciaran aquellos labios, unos labios que me parecieron más rojos que nunca. Pero no dijo nada.

Acercó su boca y me besó con decisión. Sentí sus labios sobre los míos y me di cuenta de que era lo más dulce que había probado en mi vida. Mi mano se deslizó por su espalda y acabó en su muslo derecho. Bajé más abajo del límite que marcaba su vestido y volví a subir tocando su piel caliente. Gimió en mi boca y sentí su lengua abrirse paso hasta la mía. Creí ahogarme en un suspiro y un deseo voraz, el deseo de poseerla, de poseer ese cuerpo y esas curvas que podía tocar con mis propias manos. Y al mismo tiempo sentí que estaba totalmente a merced de ella. Podría ser su esclavo.

Nos separamos un instante y me miró fijamente. Jadeaba, igual que yo. El azul de sus ojos estaba ardiendo. Caí sobre el viejo butacón, cómodo y grande como ningún otro. Un segundo después, sus muslos estaban sobre los míos, y entre nuestras caderas ya no existía distancia alguna. "Muérdeme", susurré, y ella no dudo en lanzarse a mi cuello y clavarme sus dientes con una mezcla de dulzura y canibalismo. Un gemido ahogó mi voz y mis manos volvieron a recorrer su espalda. Una se detuvo en su melena, enrollándose en ella, y la otra descendió por su espalda hasta su cintura. La atraje hacia mí, y es que quería sentir su piel lo más cerca posible de la mía. Y lo conseguí.

Hicimos el amor en aquel butacón. Sus caderas contra la mía, su boca en la mía. Mi lengua recorriendo su cuello, bajando por sus clavículas y llegando a sus pechos. Gemidos, calor y los cristales empañados. Terminamos exhaustos. Se dejó caer sobre mí y sentí cada respiración sobre mi cuerpo. Estaba temblando y cerraba los ojos; pensé que no me importaría morir y que así mi vida acabase en el mejor lugar que uno podría desear.

Pero vuelvo a despertarme un día más en esta habitación, a oscuras, y veo que no está sentada en el butacón, ni perdida entre mis sábanas o mi edredón. Y ahora que todo aquello se ha desvanecido, me asalta una certeza absoluta: es más dulce la muerte que no poder verte.


Y ven. dame de beber. Y ten, roba mi calor.


sábado, 1 de septiembre de 2012

Aeropuertos: unos vienen... y otros se van.





"Me sabe mal que te desangres, pero límpialo todo antes de salir. Nadie tiene por qué ensuciarse, tu basura te pertenece solo a ti",  me dijo ella. Y al escuchar aquellas palabras, creí sentir cómo el hielo iba avanzando desde mis pies hasta mi cabeza, paralizando cada uno de mis músculos e impidiendo cualquier tipo de reacción. En aquel momento, a penas pude elaborar una respuesta sólida, ni si quiera fui capaz de pensar algo claro. Tan solo me asaltó la verdad de que aquello me iba a doler, tal vez al día siguiente o el de después, y que iba a doler mucho tiempo.

Mi vida se compone de un único anhelo: saciar mi sed. Pero también hay un certeza en ella: la de que, chavalín, eso no es posible.

Creo que nunca he estado tan sediento.