domingo, 4 de noviembre de 2012

71°00'N 08°00'W

Setenta y un grados norte, ocho grados oeste.




Nunca hubiese imaginado que iba a terminar aquí, tan lejos de todo. Los días son tan cortos que a penas me da tiempo a dar un pequeño paseo con Marlene antes de comer. Pero pensándolo bien, quién quiere salir fuera con estas temperaturas. Las noches son interminables y la oscuridad del mundo exterior me parece tan voraz que a veces hasta tengo miedo, y es que me abruma pensar que ahí fuera los elementos conspiran para mantenerme alejado de todo. A esta tierra fría y reseca la guarda un mar oscuro, helado, embravecido y tenebroso, inspirador de las más terribles leyendas de marineros; azotado casi todos los días por las tempestades más violentas que uno se puede imaginar: relámpagos kilométricos y vientos huracanados que elevan las olas varias decenas de metros. Y el frío. Rara vez veo el mercurio en positivo, quizá algún mediodía soleado de los que tanto le gustan a Marlene, en los que sólo quiere correr y jugar a pensar de que el sol no calienta. Hace tanto frío que ya no sé ni las capas de ropa que llevo encima, incluido el abrigo más grueso que he visto hasta la fecha.

Casi nunca viene nadie. Este sitio ni tan si quiera tienes un puerto o un muelle, pues las olas y el terreno escarpado hacen imposible que ningún barco pueda acercarse sin arriesgarse a quedar destrozado; tan sólo un pequeño aeródromo permite que alguna avioneta aterrice cada tres o cuatro semanas, bien con provisiones o bien a reemplazarme si es que no se han olvidado de mí. A veces pienso que, si hubiera una guerra mundial o una gran catástrofe, no me enteraría hasta pasados meses. Quizá me convierta en el último hombre vivo, como Charlton Heston en aquella película. O tal vez quedaran vivos más hombres como yo: habitantes de los más aislados lugares del planeta. El silencio y la soledad aquí es tal que mi única compañía es Marlene, las radios y sus transmisiones meteorológicas y el pitido del LORAN-C, el artefacto que tengo que vigilar y que sirve para que los barcos triangulen su posición y sepan en qué lugar del Atlántico norte se encuentran. Aquí las cosas son sencillas, pero vivir en este lugar es psicológicamente agotador. Todo en mi vida es tan mecánico que tengo que recurrir a mis recuerdos, a veces hasta a los más dolorosos, para acordarme de cómo era el calor, o el cariño, o simplemente cómo era sentir algo.

Y aquí estoy otra vez, envuelto en una manta a cuadros, mirando por la ventana hacia la oscuridad, sólo interrumpida por las luces de color jade, rubí y zafiro de la aurora boreal. Siempre quise verla y, ahora que me acompaña casi todas las noches, temo que cualquier día de estos deje de parecerme todo lo marivillosa que es. Daría lo que fuera por verla reflejada en unos ojos azules, muy abiertos, mirando a través de este mismo cristal desde el que observo que mi luminiscente acompañante desaparecerá, pues el boletín meteorológico tenía razón y la tempestad se acerca una noche más.

Si estuvieras aquí, esos ojos se habrían entornado al ver caer los relámpagos en el horizonte, y al primer trueno me habrían mirado con miedo; y yo sabría con sólo observar tus pupilas dilatadas que te mueres porque te abrace. Y lo haría, te abrazaría hasta que mi calor y la sensación de protección superaran y al frío y al miedo. Y entonces te llevaría en brazos a la cama y te taparía con la manta. Tal vez cogería la guitarra y trataría de hacer que olvidases el ruido de los truenos con sus acordes y mi voz. Me deslizaría bajo la manta junto a ti y allí te abrazaría hasta ser incapaz de reconocer mi piel sobre la tuya.

Pero no estás, y tu ausencia es inabordable. Aún después de tanto tiempo sigue siendo inabordable. No puedo asumir toda esta distancia. Si al menos fuera sólo física sería más llevadera, pero sé muy bien que hay distancias de muchos tipos y la menos mala es esa. Quizá te vaya a buscar cuando vuelva al continente, cuando haya reunido las fuerzas suficientes; o tal vez me arrastre hasta tu casa y te apiades de mi aspecto demacrado. Y me cures. Pero sé demasiado bien que al final acabaré bebiendo en las tabernas del puerto, con todos estos noruegos y rusos tan diferentes de mí. Es asombrosa la capacidad de acogida y transformación de los bares en refugio para hombres tan diferentes. Los hombres destrozados se sienten mejor en compañía de otros hombres destrozados. No quiero ser uno de ellos.

Marlene duerme cerca del fuego y a mí me va entrando el sueño poco a poco, de manera casi imperceptible. Mañana amanecerá tarde. Yo ya no sé si espero amanecer. Ahí fuera nieva y los relámpagos se alejan. Mañana hará menos frío.


Brindemos con whisky por cualquier cosa, por el misterio de la Santísima Trinidad.