lunes, 11 de febrero de 2013

Walter Pidgeon



Me quitó el cigarrillo de los labios antes de que pudiese alcanzar mi encendedor sin dejar de mirarme fijamente, y lanzó aquel Lucky hacia una esquina de la habitación. La expresión de su rostro era casi inexistente, ligera, lo cuál bastaba para echarme en cara toda la culpa del mundo. Pude haber detenido su brazo agarrando su delicada muñeca y así evitar que se deshiciera del cigarrillo, pero preferí no hacerlo y experimentar cómo alguien me cuidaba; sentir cómo alguien se preocupaba por mi salud, por mí.

     - No fumes, anda.
     - Ya sabes que soy imperfecto, cariño.
     - Pues no fumes y no lo seas más aún.
     - Soy demasiado imperfecto. No importa serlo más porque sé que no voy a dejar de serlo menos.
     - Haz lo que quieras.

Si algo se podía decir de ella es que era capaz de dar donde más duele. Ella sabía perfectamente que yo no podría soportar la aspereza y brusquedad de aquella frase, y que esas palabras serían el punto y final de aquella escaramuza y que la harían salir victoriosa. No volví a acercar mi mano a un cigarrillo en toda la noche. Tal vez porque me bastaba con su piel, o por miedo a que se hartase de mí y se largase, o porque sabía que me iba a fumar todos los cigarrillos del mundo cuando ella se hubiese marchado de mi vida.







Con la luz apagada se piensa mejor, sobre la cama, con Cajas de música difíciles de parar sonando por la habitación y el humo atravesado por la luz de las farolas que entra por la ventana. La noche es larga pero hay muchos discos que escuchar, muchas cosas que pensar y otras tantas que olvidar. Nada más.

La oscuridad me parece lo más aceptable.