domingo, 7 de abril de 2013

Tan blanca.




No, no quiero volver a pisar el viejo callejón. Hace tanto tiempo y ya no siento nada.


Los podía sentir ahí afuera. Cientos de almas esperando a que saliese al escenario para interpretar aquellas canciones. Las mismas que llevaba tocando algunos meses ya y que a veces se incrustaban en mi mente impidiéndome dormir por las noches. A mí alrededor, la sala se mostraba fría y distante, iluminada por una luz que hacía que la estancia pareciera un quirófano. Un butacón, un mini-bar con una botella de Jack Daniels a la mitad, un armario y un lavabo con un espejo por encima eran lo único que lograba distribuirse tristemente entre aquellas paredes blancas y de apariencia aséptica. Aquello parecía un baño reconvertido a improvisado backstage, tan triste como mi cara y como mi vida

El espejo, iluminado por una semi-circunferencia de bombillas a su alrededor, reflejaba la figura de un tipo pálido y delgado, de aspecto quebradizo. Con unas ojeras imposibles de disimular. Su media melena le tapaba las facciones superiores de su rostro y ensombrecían parcialmente sus ojos, que cualquiera podía adivinar apagados y huidizos. Aquel espejo, diseñado para realzar la fuerza del artista que se pusiera frente a él, arrojaba la figura de un hombre cansado, casi decrépito, que poco tenía que ofrecer. Era yo a quien reflejaba, pero me resigné ante el cristal acostumbrado ya a mi sombra.

Llamaron a la puerta, y acerté a oír las palabras de uno de los músicos. Decía que tenía que salir ya, que era la hora. Instintivamente miré hacia el grifo y busqué con la mirada la bolsita de plástico. Mis ojos la encontraron sobre el mármol, con su contenido blanco confundiéndose con el color de la superficie del lavabo. Comencé aquel ritual que ya había mecanizado: triturar, agrupar, enrrollar y aspirar. Cerré los ojos y sentí la cocaína abrirse paso por los capilares de la nariz y distribuirse por todo mi cuerpo. Un resplandor blanquecino inundó mi mente y suspiré exhalando todo el aire que tenía dentro. Una nueva respiración trajo consigo aire nuevo, que podía adivinar más frío que cada centímetro de la pared de mi tracto respiratorio. Casi podía sentir cómo aquella sustancia accedía a mi sistema nervioso central, logrando infundir en mi cuerpo una sensación de vértigo, tan incómoda como artificial, pero a la vez vigorizante.

Al abrir los ojos, el espejo seguía reflejándome, y yo me miraba a mí mismo con tanta indiferencia como a un desconocido, con tanto asco como a un criminal. Pero la indiferencia ganó, como siempre, y yo me limité a tocarme la nariz casi obsesivamente tratando de calmar aquel picor tan típico de aquella droga como el insomnio de después. Tras asentarme otra vez en la tierra decidí que era hora de salir de aquel lugar, así que me adecenté lo mejor que pude frente al espejo y bebí un último trago de whisky, tratando que su calor me renovase las fuerzas. Hubiera preferido un guantazo de una mujer, pues ya me lo había merecido con mis actos. Dejé atrás aquella sala minúscula y avancé por un oscuro pasillo hacía los gritos que antes oía en la lejanía. Aquel murmullo era tan ajeno a mí aún tan cerca yo de él que me vi encerrado en mi cuerpo, casi pudiendo sentir el ritmo acelerado de mi corazón, señal inequívoca de la cocaína.

Al salir al escenario, la luz de los focos me cegó y avancé casi a tientas entre los instrumentos, rezando para no tropezar y así dar el concierto más corto de la historia. Saludé tímidamente al público y me dispuse a interpretar maquinalmente mis canciones durante hora y media.

Cuando me quise dar cuenta, me hallaba recorriendo aquel pasillo solitario mientras los aplausos se iban apagando tras de mí. Despertaba otra vez de aquel trance que había sido el mundo exterior. Un dolor incandescente me oprimía el pecho y amenazaba con hacerme perder el conocimiento. Me apoyé en la pared tratando de seguir en pie y cerré los ojos tratando de concentrarme en respirar. El cansancio del concierto no había ayudado a mejorar mi lamentable estado anterior, y ahora me veía luchando por desparecer de allí sin que nadie me viera.

Conseguí salir al exterior por una puerta de emergencia. Aquella noche hacía mucho frío y rápidamente comencé a tiritar. Era un callejón adyacente a la sala, mal iluminado gracias a la poca luz que venía de la calle principal. Me acerqué a la esquina lentamente, tratando de mantener el equilibrio, y acabé recostado sobre la esquina del callejón, dejándome caer hasta quedar sentado. Era incapaz de pensar en nada más que en que quería desaparecer. Desaparecer de la faz de la tierra, huir del frío y de todo.

Hundí la cabeza entre mis brazos y las rodillas y permanecí allí, así, casi media media hora. Consciente de cómo mi corazón iba bajando su ritmo y de cómo el frío empezaba a congelarme seriamente. Durante aquel tiempo escuché los pasos de la gente que iba y venía por la calle, pasando de largo, hasta que, justo en aquel momento, unos de aquellos pasos que se acaban perdiendo calle abajo no lo hicieron. Se detuvieron a medio camino y yo deseé que aquella persona se hubiera desvanecido. Una voz de mujer pronunció mi nombre. 'No puede ser', pensé.

Levanté la mirada justo para ver cómo ella llegaba hasta mí y se arrodillaba en el suelo. Acercó su cara de forma que pude ver la preocupación en sus rasgos. Y ahí estaban sus ojos, los más brillantes que lograba recordar, los que me hicieron sentir el hombre más despreciable sobre la faz de la tierra.




No nos lo perdonarán, no nos lo perdonarán. 
Será definitivo.
Será para volver contigo otra vez.