viernes, 2 de agosto de 2019

Desilusión.


Mi amigo y yo volvemos a la mesa y parece que el sitio se ha vaciado un poco. De fondo suena un rock bastante oscuro, algo cortante y sucio, a juego con el ambiente que se respira por aquí. Pero algo empieza a ir mal. Estoy un poco mareado y de reojo creo ver caras que me observan. Yo miro al suelo mientras pienso cómo esta gente puede saber que hace un minuto aquello subía como un fogonazo por mi cabeza, me bajaba por la garganta y se expandía por mi corazón y por mis pulmones. Si es que no puede ser que nos hayan visto y juraría que me he limpiado y que antes de salir mi cara no parecía mucho más destrozada que de costumbre. Al final llego a la mesa sin saber muy bien cómo y le doy un trago a la copa y creo que me recupero un poco. Miro a mi alrededor y la gente parece ajena a todo y me tranquilizo. Hay un grupo de jóvenes que siguen bebiendo y que se rien de forma estúpida, una pareja enrollándose y un viejo en la barra mirando hacia las bebidas encogido de hombros, entre otros. Miro a los chavales de manera condescendiente y pienso que no nos llegan ni a la suela de los zapatos con sus ron cola o lo que sea que beben.

Ha pasado algún minuto y la conversación me centra un poco. Una amiga comenta no sé qué de no sé quién y mi amigo le contesta jocosamente haciendo que nos ríamos todos. Ya siento esa sensación como metálica en la garganta que me encanta y eso me asusta un poco. Esa sensación de adormecimiento en la la lengua y en el paladar como una anestesia. A pesar de que voy bastante perjudicado soy consciente de que no me sería difícil acostumbrarme a esto, que quizá ya lo haya hecho y que esto puede acabar bastante mal. Igual que cuando decía que jamás fumaría porque si me quedase sin tabaco me daría pereza bajar a por más. Qué ilusos somos. 

Un rato más tarde decidimos pedir una más, "la última y nos vamos", dice alguien por ahí. Ya veremos. Si me fuese ahora a casa no podría dormirme, tendría la cabeza tan acelerada que daría vueltas en la cama hasta las 9 de la mañana pensando en todo. Esta vez decido pasar al whisky con hielo, que siempre sienta bien y que si es bueno no deja resaca, como siempre digo y a veces creo. Nos salimos a fumar un poco y en la calle hay movimiento a pesar de las horas que son. Pasan grupos de jóvenes ocupando todo el ancho, pasa algún vendedor callejero y pasa la policía y nos mira y los miramos.

Mi cerebro está a tope, como si pudiese sentir aquello adherido ahí, y me fijo en todo lo que pasa a mi alrededor. Y en un instante entre un grupo de chicas asoma el brillo de unos cabellos como los tuyos y una piel como la tuya y yo me quedo blanco. Son dos segundos de infarto que con lo que llevo dentro parecen dos horas. Dos segundos hasta que la chica me mira y veo que no se parece tanto a ti como pensaba. Ellas siguen su camino y me giro hacia donde sigue la conversación y me dicen que si estoy bien. Yo digo que sí y alguien dice si nos hacemos otra. Entramos, vamos al baño y cuando vuelvo a ser consciente son las 9 de la mañana y estoy en mi piso. No he dormido y el sol ya se empieza a colar entre los edificios y sus rayos impactan contra los muebles y las paredes del salón. Yo me tomo un momentito para pensar en ti y en todas las cosas malas que hago y me asomo al balcón y allí la gente empieza a caminar por la calle hablando alegremente entre ellos. Yo solo me pregunto que cuándo dejará de hacer efecto esto y cómo coño voy a enfrentarme a este nuevo día.



Traté de asomarme a un abismo
y, hermano, el abismo estaba ahí.
Óyeme, este camino
ha de tocar a su fin.
Creí ver molinos en el horizonte
y allí me di de bruces con gigantes.
Y nada fue tan real.