lunes, 8 de octubre de 2012

París, 1940





Querida Isabelle. No son buenos días en París. A penas hace unos meses que te fuiste de aquí, y esta ciudad ya no es la misma. Es otoño, pero la sensación que recorre las calles es la de llevar años sumidos en el invierno más frío de la historia. Y lo peor de todo eso es que este invierno más frío de la historia aún no ha comenzado. Se encuentra ahí fuera, agazapado al otro lado de la ventana. Creo que, desde que los alemanes entraron en la ciudad el pasado junio, no he visto a nadie sonreír por la calle. La gente está triste, los árboles desnudos y el cielo es gris. A veces me alegro de que no estés aquí y así no veas cómo son las cosas ahora. Éste no es nuestro París.

Todavía recuerdo pasear entre una multitud que observaba, aquel catorce de junio, la entrada de los nazis en la ciudad. Miles de soldados y tanques marchaban triunfalmente frente a otros miles de parisienses; hombres, mujeres y niños cuyo rostro reflejaba el abatimiento más absoluto. Algunos lo festejaban, colaboracionistas, y se ganaron las miradas de odio de todos los demás. La resistencia se ha empezado a organizar contra el gobierno de Vichy, y yo les ayudo en lo que puedo. A veces escondo a algún comando en casa. Corro bastantes riesgos haciendo eso, pero todo sea por luchar contra el enemigo.

De vez en cuando doy paseos por aquellos lugares de nuestro París, intentando recordar cómo eran las cosas antes. Pero he de confesar que resulta complicado hacerlo sin tu cuerpo caminando a mi lado, y con soldados alemanes escupiendo entre carcajadas desde el Pont du Carrousel, propaganda nazi y la amenaza prácticamente invisible de la Gestapo. El jardín de las Tullerías me parece menos verde que nunca y los campos Elíseos se me hacen interminables si no los comparto contigo. París no resplandece sin tu piel brillando al sol y sin tus vestidos blancos desfilar por Montparnasse. He vuelto al café, a nuestro café, y el viejo Rémy siempre me pregunta por ti. Yo le contesto que te has marchado y él me da una palmada en el hombro y me dice que no me preocupe, que volverás. Aunque sé que no. Yo le sonrío y trato de contener las lágrimas. Pero cuando se ha ido, a veces lloro. Cada esquina, cada puesto de flores, cada puente y cada acordeón de esta ciudad me recuerdan a ti.

Hoy es ocho de octubre, mi cumpleaños. Supongo que te habrás acordado, recuerdo la ilusión que tenías siempre por los cumpleaños, así que espero que brindes por mí con lo que sea que se brinde por allí. Yo lo celebraré en casa. He comprado unos pasteles en la pastelería de Simone, y también tengo una botella de coñac. Están en la cocina. Anna vendrá más tarde. Es prostituta; nos emborracharemos y haremos el amor. Me siento un poco mejor a su lado, aunque cuando se va de casa siempre me entristezco al pensar que debería estar casada con algún buen hombre, y no ahí fuera o con hombres como yo. Ojalá estuviese tan lejos de París como lo estás tú. No se merece vivir así.

Lo último que quería decirte es que he decidido enrolarme en la resistencia. Sé que es muy peligroso, pero desde que te marchaste ya no tengo nada por lo que vivir, así que lucharé por volver a ver París libre. Ya no me queda nada y cada día es peor que el anterior. Cada vez hace más frío. Si vuelves a saber de mí, significará que estoy vivo y que hemos ganado la guerra. Francamente, prefiero que se cumpla lo segundo.

La casa está vacía sin ti, la ciudad está vacía sin ti. Pasa el tiempo sin saber dónde duermes y yo no dejo de pensar en que nadie me ha mirado con unos ojos tan bonitos como los tuyos, y en que nadie me va a mirar como lo hacías tú nunca más. Quiero que seas feliz, necesito que lo seas. Nunca se me dieron bien las despedidas. Au revoir.

Te ama,
Jacques.

París, 8 de octubre de 1940





Me gusta pensar que mis cumpleaños son así en otros universos paralelos. Pero me temo que en el universo que me ha tocado no hay whisky en casa, así que esta noche brindaré con ginebra por tiempos mejores.