viernes, 11 de octubre de 2019

Tu nombre en el andén.

Me muero por dentro cuando vengo a contarte una maldad y tú me recibes de la manera más dulce e inocente. Ya sé que no te gusta que te vea así, solo es que a veces lo haces sin proponértelo pienso, aunque no me sorprendería lo contrario. Yo ya no sé qué pensar y cada vez soy más idiota. En ese momento me muero, me dejas a cuadros y se me pasan las ganas de contártelo. Siento que tendrás mil cosas mejores que hacer que aguantarme. Normalmente superamos el bache y podemos tener una conversación normal y entre todo al final me digo a mi mismo que puedo intentar estar un poco mejor y ser mejor persona.

Durante toda esta escena no puedo estar más nervioso. Como la primera vez que te vi, o como todas las veces que siguieron. Como antes de llamarte por teléfono o incluso de enviarte un mensaje y estar pensando qué me responderás. Como los días, las horas o los minutos —en función de lo liado que haya ido— antes de verte. Como cuando antes de que llegues me fumo el último piti sabiendo que no tardarás en aparecer.

Quizá no sean nervios y sea otra cosa y otra sensación parecida. A veces pienso que mi inconsciente es más consciente que yo mismo de lo que significa para mí compartir al menos un trocito de mi vida contigo. Uno a veces se pone a pensar en las casualidades de la vida y se siente pequeño al imaginar que cualquier mínimo cambio podría haber mantenido alejadas nuestras vidas. Asusta pensar que conocer a una persona tan especial dependa de tantos factores que no puedes controlar. Y aunque quizá las cosas pudieran ser diferentes, pensar que existes hace de este mundo un sitio más agradable.


Olvidar quince mil encantos
es mucha sensatez.
Y no sé si seré sensato
lo que sé es que me cuesta un rato
hacer cosas sin querer.

No hay comentarios: