lunes, 22 de agosto de 2016

Debacle.


No sé cuántas vueltas he dado ya sobre el colchón, mientras me intento convencer de que el calor y esta maldita humedad son los responsables de mi insomnio. Como si intentase ignorar todo lo que llevo en el cuerpo y todo lo que se revuelve dentro de mi cráneo. He decidido que no merece la pena seguir intentándolo esta noche, y que lo mejor es levantarse y salir a buscar ingenuamente el contacto de cualquier brisa que se atreva a penetrar en las calles de la ciudad. Me separo de las sábanas empapadas en un charco de sudor y no puedo evitar fantasear con la posibilidad de alguien encontrando, días después, otra mancha reseca de un líquido diferente y más viscoso, y un cuerpo inerte y en paz descansando sobre ella. Pero tengo claro que si alguna vez quisiera descansar, todo sería mucho más limpio y formal. Sin vecinos que se percataran de la situación, sin bomberos tirando la puerta abajo ni desconocidos deambulando por el salón o tocando cualquiera de las cosas que ahora puedo percibir entre la oscuridad de la habitación.

Bajo por las escaleras buscando a tientas el tabaco en mis pantalones y la sensación térmica en el rellano es tan agobiante que casi puedo sentir cómo centenares de invertebrados se desplazan entre las paredes y las tuberías, al amparo del calor. Pero al pisar la acera puedo sentir el frío y agradable abrazo del viento llegando desde el mar, que después de tanto tiempo desde que se fue el sol no encuentra oposición para enfriar mi cuerpo. Y al mismo tiempo que me alivia me recuerda que no todo es una puta mierda, destrozando la teoría que he adoptado en mi cabeza y que me ha ayudado a sobrevivir últimamente bajo la certeza de que todo conspira contra mí y que no hay nada más que hacer que dejarse llevar. Pero me doy cuenta de que si hasta mis más férreas convicciones no se mantienen en pie, es que estoy en lo cierto y que las cosas están tan mal como para justificar mi día a día actual.

El cigarrillo ya está ardiendo y la primera bocanada de humo se extiende por mis pulmones. Echo a andar hacia el puerto y mis pasos me llevan por algunas de las calles más populares de la ciudad, desiertas a estas horas. En una de ellas me detengo a contemplar el exterior de un café que lleva el nombre de una ciudad situada en otras latitudes y bañada por un mar que siempre me inspiró desconfianza y respeto por su fiereza, pero que al mismo tiempo me parecía mucho más solemne y puro que el que se extendía a unos centenares de metros del mismo café frente al que consumo el Lucky. La imagino en el mapa y recuerdo las horas al volante que pasé para poder caminar por sus calles y subir a lo alto a contemplar las olas y los acantilados que convivían con el ir y venir de miles de personas. Recuerdo aquel tercer piso en el barrio de pescadores, ajeno al ajetreo del resto de la ciudad, pero a la vez lugar privilegiado para observar las nubes, el cielo y mar, y los edificios y las montañas que aquellos parecían cobijar.

El recuerdo de aquellas semanas de invierno en aquel pequeño palacio vuelve a mí cada vez que paso por el café. También ella se pasea por mi cabeza como un habitante más de mis pensamientos, aunque no uno cualquiera. La puedo ver sentada frente al escritorio de la habitación, trabajando y escribiendo mientras yo no me atrevía a abandonar el rincón desde donde la observaba. Desde allí, a veces me atrevía a lanzarme con unos acordes o con un suave punteo en mi guitarra. Podía sentir un pequeño acelerón en mi corazón cuando se volvía hacia mí y me sonreía, y mis dedos temblaban sobre las cuerdas incluso después de que su mirada hubiese vuelto al papel. Se había llevado las cartas que le escribí tiempo antes, quizá para recordar cómo era mi mente antes de que se me saltasen los plomos ahí dentro, y ella las releía mientras me hacía el dormido o mientras parecía demasiado ocupado intentando descifrar las nubes a través de la ventana de la habitación. Verla así, concentrada, como un neurocirujano a altas horas de la noche buscando un diagnóstico que no llega, me reconfortaba bastante. Pero no tanto como el contacto con su piel, o el roce de su pelo en mis mejillas y, a veces, en mis dedos. 

Ahora creo que he aprendido a vivir lejos de aquello. O a sobrevivir, mejor dicho. Ya sabes. Se me da bien arrastrarme de un lado a otro, de la cama a la cocina, y a la cama otra vez. He dejado atrás el café y he llegado al puerto de la ciudad. Está a punto de amanecer y la luna se ve una vez más condenada a desaparecer. La brisa se ha transformado en viento y ahora hasta creo que tengo frío. Va siendo hora de arrastrarme hasta casa y habré de acelerar un poco el ritmo si quiero evitar cruzarme con cualquier persona. Me gusta pensar que esta ciudad es solo mía, como alguna vez fue solo nuestro aquel exquisito rincón del casco viejo.



Padre, dígame si es incurable
esta enfermedad,
que es poder apreciar
cosas buenas aquí, 
con sensibilidad,
y saberme a la vez tan incapaz
de disfrutarlas igual que hacen los demás.

Y si ahora le rezo,
Padre, ha de entender,
que es porque tengo miedo
y no porque tenga fe.

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