sábado, 29 de septiembre de 2012

Culpemos a la humedad.



Mi casa está llena de notas. Las puedes encontrar en cualquier lugar. Las hay pegadas a la puerta, sobre el marco de la televisión o incluso en el espejo del baño. Algunas de ellas dicen cosas normales, como listas de la compra; pero también hay teléfonos con nombres de personas que no recuerdo, listas de cosas por hacer que nunca haré, citas a las que nunca fui o letras de canciones que de vez en cuando pasan por mi cabeza. Hasta apunto recuerdos que, días después, no sabría decir si sucedieron de verdad.

A veces me asusto al leer alguna nota, pues tengo la sensación de que yo no he escrito aquello y que alguien ha entrado en casa y está escondido, jugando conmigo, tal vez con la intención de matarme mientras duermo o, más correctamente, intento dormir. Lo que no estaría nada mal. Pero se me pasa rápido, cuando enciendo un cigarrillo en el balcón, me tranquilizo, y me doy cuenta de lo idiota que soy. Por suerte, no suele venir nadie a visitarme y es que, si vinieran, creo que pensarían que estoy loco o algo parecido al ver todo lleno de papeles cuadrados pegados por allí y por allá.

Confieso que a veces tengo miedo. Me produce terror pensar que hay tantas que su número desproporcionado hace imposible deshacerse ya de ellas. Y que, si aparentemente consiguiera tirarlas todas, aparecería alguna extraviada y me hiciera enloquecer otra vez.

Desde aquella mañana, desde entonces, vivo así. Vivo, por decir algo. Si vinieras, tirarías todas esas malditas notas que están acabando conmigo, y creo que volvería a sonreír, contigo. Seré breve: te extraño hasta el dolor.




Y si no hay nadie a quien culpar, culpemos a la humedad.

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