domingo, 9 de septiembre de 2012

Incursiones en mi habitación.



Y qué si no hay dónde huir y ya se escuchan venir. Yo no les tengo miedo, burlé mares enteros por ti. Por ti llegué hasta aquí.





Escogí un viejo whisky escocés, lo serví en dos vasos bajos y le tendí uno de ellos. Sonrió sin separar aquellos labios rojos y yo ascendí por su vestido negro, hasta llegar a sus ojos azules, que me miraban fijamente mientras apartaba la botella. Brindamos y bebimos un trago. Noté el calor bajar por mi garganta y ella gimió al notarlo bajar por la suya. La habitación estaba casi a oscuras, a penas una vieja lámpara de pie iluminaba tímidamente la estancia. Aquella luz se reflejaba en sus ojos y en su collar de oscuras y brillantes piedras, que contrastaba con la piel blanca de su cuello y su pecho.

Cerró los ojos y se relamió los labios para saborear el rastro que había dejado el alcohol en su boca. Pensé que no me importaría nada que aquella lengua probase mi sabor. Siempre me había preguntado cómo sería besar a una femme-fatale de esas de los años veinte, las de las películas en blanco y negro que llevaban una pistola en el liguero. Ella pareció leerme el pensamiento y acercó una mano hacía mí. Acarició mi cuello con ella y la deslizó sobre mi cuerpo hasta llegar al final de la corbata de mi traje. Volvió a pasear su lengua por sus labios mientras me miraba tras aquellas pestañas peligrosamente largas, y tiró de mi corbata hasta que mi cuerpo quedó a escasos centímetros del suyo.

Su perfume llegó hasta lo más profundo de mi cerebro y deseé que aquel olor dulzón permaneciese cerca de mí. Supe que estaba perdido, y que iba a suspirar por aquella fragancia durante el resto de mi vida. Su mano hizo el camino inverso al que había trazado antes y ascendió por mi pecho, recorrió mi cuello y se detuvo en mi barbilla. Acarició la línea de mi mandíbula con sus dedos índice y corazón y subió hasta acariciar mis labios. Los besé. Mi respiración se aceleró y ella sonrió al darse cuenta de que mi pulso iba aumentando. Hubiera hecho cualquier cosa que pronunciaran aquellos labios, unos labios que me parecieron más rojos que nunca. Pero no dijo nada.

Acercó su boca y me besó con decisión. Sentí sus labios sobre los míos y me di cuenta de que era lo más dulce que había probado en mi vida. Mi mano se deslizó por su espalda y acabó en su muslo derecho. Bajé más abajo del límite que marcaba su vestido y volví a subir tocando su piel caliente. Gimió en mi boca y sentí su lengua abrirse paso hasta la mía. Creí ahogarme en un suspiro y un deseo voraz, el deseo de poseerla, de poseer ese cuerpo y esas curvas que podía tocar con mis propias manos. Y al mismo tiempo sentí que estaba totalmente a merced de ella. Podría ser su esclavo.

Nos separamos un instante y me miró fijamente. Jadeaba, igual que yo. El azul de sus ojos estaba ardiendo. Caí sobre el viejo butacón, cómodo y grande como ningún otro. Un segundo después, sus muslos estaban sobre los míos, y entre nuestras caderas ya no existía distancia alguna. "Muérdeme", susurré, y ella no dudo en lanzarse a mi cuello y clavarme sus dientes con una mezcla de dulzura y canibalismo. Un gemido ahogó mi voz y mis manos volvieron a recorrer su espalda. Una se detuvo en su melena, enrollándose en ella, y la otra descendió por su espalda hasta su cintura. La atraje hacia mí, y es que quería sentir su piel lo más cerca posible de la mía. Y lo conseguí.

Hicimos el amor en aquel butacón. Sus caderas contra la mía, su boca en la mía. Mi lengua recorriendo su cuello, bajando por sus clavículas y llegando a sus pechos. Gemidos, calor y los cristales empañados. Terminamos exhaustos. Se dejó caer sobre mí y sentí cada respiración sobre mi cuerpo. Estaba temblando y cerraba los ojos; pensé que no me importaría morir y que así mi vida acabase en el mejor lugar que uno podría desear.

Pero vuelvo a despertarme un día más en esta habitación, a oscuras, y veo que no está sentada en el butacón, ni perdida entre mis sábanas o mi edredón. Y ahora que todo aquello se ha desvanecido, me asalta una certeza absoluta: es más dulce la muerte que no poder verte.


Y ven. dame de beber. Y ten, roba mi calor.


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