lunes, 6 de junio de 2016

La sopa fría.


Todavía no había llegado y la desesperación comenzaba a imponerse sobre mis esperanzas. El cigarrillo temblaba en mis manos pero no tenía ningún interés en disimularlo, y cuando vi que se había consumido encendí uno más. Intenté tranquilizarme pensando que cuando el país esta en guerra es normal que los  trenes lleguen tarde, pero pensar aquello me puso peor. Faltaban cuatro minutos para las siete de la mañana y la estación estaba en silencio, la gente fumaba o miraba hacia el suelo, como si el pesimismo se adueñase de todo y cada paso o cada simple movimiento costara el doble de energía. Yo solo podía pensar en que casi tres años atrás me despedí de ella en un andén de esta misma estación. Intentaba recordar el número de noches en las que había imaginado sus ojos cada vez que miraba el mar, recordando su brillo al otro lado del cristal de la ventana del tren que la llevaba de vuelta a la capital. 

Lo que más añoraba de aquella despedida era la relativa seguridad de que volveríamos a vernos, porque tres años después todo había cambiado y la incerteza invadía cada pensamiento. Entendí que tras aquella aparente serenidad que destilaban sus movimientos durante aquel último café se escondía la sospecha de que tal vez las cosas ya nunca iban a ser como antes. Ahora yo ya no sabía si aquella iba a ser la última vez que la vería, ni siquiera sabía si podría volver a casa o si no iba a acabar en la cárcel o en algún sitio peor.

Nadie anunció la llegada de aquel tren militar, pero los que lo esperábamos en la estación sabíamos que no podía ser otro. Era uno de los últimos que iba a llegar a la estación y no quería ni imaginar cómo había sido el viaje. Me acerqué a una pared desde donde podía observar todas las salidas de los vagones y abrí la parte superior de mi gabardina sin desentonar entre los sujetos que esperaban y de los que la mitad aproximadamente irían armados. Odiaba a ciertos tipos de personas que la coyuntura había llevado a la ciudad desde que empezó la guerra y deseé, apretando el puño en mi bolsillo, que las cosas fuesen diferentes para poder llevarla al pueblo y pasar la primavera en los valles de la comarca y el verano de cala en cala. Y mientras pensaba aquello la vi bajar del último vagón, enfundada en un abrigo demasiado grueso como para pensar que tenía intención de pasar lo que quedaba de invierno en estas latitudes. Ella también me vio y yo dejé la pared para encontrarme con ella, sorteando en mi camino a otros viajeros entre los que reconocí a algunos políticos a los que acompañaban otros hombres con uniformes importantes. Sentí algunas miradas sobre mí, pero yo ya sabía que mis ojos habían decido que no iba a poder apartar mi mirada de ella hasta el último momento. Nos detuvimos a pocos metros de distancia, uno enfrente del otro. Yo me coloqué las solapas de la gabardina y ella negó ligeramente.

- No sé qué haces, si te las voy a descolocar ahora mismo.
- Solo era un cebo para que te acercases- respondí, diciendo lo primero que se me pasó por la cabeza y felicitándome por haber estado notablemente ágil.

La gente se había esfumado del andén y finalmente nos abrazamos. Yo estuve a punto de desmoronarme al pensar en que estaba más delgada que la última vez, y en la puta guerra, y en que a pesar de todo seguía oliendo a ese perfume que siempre me transportaba a París. Ella me dijo que me había echado de menos y escuchar aquello me reconfortó bastante. Yo también le había echado de menos. Dejamos atrás aquella estación y nos perdimos por la ciudad. Entre sus calles nos concedimos una tregua de un par de horas para recordar algunos viejos momentos y cumplir todas las tonterías que escribimos en nuestras cartas. Nuestros pasos nos llevaron a uno de los sitios que más me gustaban de la ciudad y que conservaba íntegramente su solemnidad pese a los bombardeos.

Entramos en el jardín botánico de la universidad que tantas veces había visitado cuando estudiaba allí. Todavía faltaba una hora para que abriera sus puertas pero no fue difícil entrar porque el director y los últimos botánicos ya estaban allí, recogiendo documentos y tratando de asegurar las muestras y los pliegos que aún quedaban en los despachos. Los grandes árboles creaban una peculiar atmósfera tropical que, junto al resto de plantas y al calor de los invernaderos, hacía que la temperatura del lugar fuese mucho más suave que en el exterior. Superamos la entrada y avanzamos hacia el interior del recinto mientras ella se desabrochaba el abrigo y se adelantaba un poco. Ahora su abrigo militar dejaba entrever un jersey verde sobre el que se dibujaban sus clavículas casi como una pequeña cordillera, con sus valles y sus picos, explorados, que desearía reconocer y cartografiar. Llegamos a la zona donde crecían las especies endémicas y nos quedamos un rato en silencio contemplando la paz que acompañaba a aquel lugar.

- Sabes que me voy, ¿no?
- Sí... no te puedes quedar aquí- contesté con unas palabras que jamás había imaginado que le diría.
- Tú tampoco- dijo, volviendo su mirada hacia mí.
- ¿Dónde?
- Moscú. No hay otra alternativa.
- Te gustará aquello- acerté a decir, mientras pensaba al mismo tiempo en lo bien que sonaba el nombre de aquella ciudad en sus labios y en lo lejos de todo que quedaba. 

Aquella única alternativa era volar hasta Berna en uno de los últimos aviones soviéticos que iban a salir de la ciudad, y desde allí conseguir algún tipo de transporte hasta Moscú. Aquel plan implicaba evitar los aviones enemigos en el Mediterráneo y jugársela atravesando los Alpes suizos, sin la absoluta certeza de poder llegar al destino final una vez en tierra firme. Aquello me pareció relativamente razonable dadas las circunstancias, pero seguía siendo una temeridad y así se lo dije. Ella se detuvo y defendió su plan atacando, sin dejar de mirar las orquídeas del jardín.

- Bueno, mi alternativa es la que es, pero, ¿cuál es la tuya? Tú tampoco te puedes quedar.

Yo me encogí de hombros, porque la mía era, ciertamente, igual o más temeraria que la suya: - Mi plan es esconderme en las montañas de mi tierra- dije mientras me preparaba para anticiparme a su mirada dispuesta a hacerme sentir como un loco.

- ¿Qué dices?
- Es en serio. Nadie conoce mejor aquellas montañas que yo. Nadie sabrá que estoy allí. Conozco cada grieta de cada montaña y cada bosque. He pasado años enteros estudiándolas sin bajar de ellas. Incluso tengo comida y medicinas escondidas por ahí.
- No me convence. No sabes cómo es esa gente, te la juegas quedándote aquí. Aún estás a tiempo de salir por tus propios medios o conmigo.
- Ningún fascista me va echar de mi tierra, querida. Antes muerto.

Y entonces pude ver que sus ojos se apagaban a medida que la rabia era sustituida por la resignación, quizá al comprobar que la magnitud de la tragedia parecía no tener fin. Unas décimas de segundo antes de que aquel mismo sentimiento se adueñase de mí, conseguí desgranarle más detalles de mi plan, confiando en que ella respondería haciendo o diciendo algo que nos hiciera sentir mejor.

- Iré al Sur. La gente pensará que he escapado en barco de la península y no me buscarán. Allí conozco a alguien que podría solucionar las cosas con el tiempo. Creo que podría aguantar cinco o diez años arriba y luego bajaría. Después de todo, no he matado a nadie. Tal vez pueda ayudarme, solo espero que quiera recibirme.

Aquello no sirvió para nada. Casi podía sentir como la distancia nos volvía a separar y que ella empezaba a pensar más en Moscú y en aprender ruso que en exprimir cada segundo conmigo.

- Oye, así al menos dejaré de fumar.

Pero aquel intento a la desesperada para evitar que se desmoronara lo poco que quedaba en pie fue en vano y no hubo ningún tipo de respuesta. Ella se había rendido y volvió su mirada hacia los árboles. Estuvimos unos 20 minutos en silencio hasta que nos decidimos a abandonar el recinto. El sol había empezado a ganarle la partida a la oscuridad, aunque en el botánico existía esa pequeña atmósfera en la que aquellas cosas funcionaban de manera diferente. Me quise despedir de aquellos imponentes árboles con una última mirada y nos dirigimos al río en busca de la parte norte de la ciudad. El aeródromo ya no estaba muy lejos y yo trataba inútilmente de no contar los minutos que nos quedaban juntos. Cruzamos el puente y ella se detuvo unos segundos a contemplar el cauce. Dijo que le recordaba a su tierra, y yo no supe qué decirle para que olvidara que no sabía cuando iba a poder volver a casa. Solo pude abrazarla y esperar que mi comprensión la reconfortase un poco. Los dos estábamos más o menos igual.

Seguimos caminando juntos por la ciudad y atravesamos algunos de los barrios periféricos en los que la huerta empezaba a disputarle la hegemonía por el espacio a las mismas viviendas. El aeródromo improvisado quedaba ya a la vista y cuando llegamos a la entrada ella se adelantó unos metros y habló con unos guardias para que nos permitieran acceder. Enseguida me fijé en los aviones que quedaban allí: un par de cazas viejos y el avión de transporte soviético. Seguramente eran las máquinas que más me gustaban y por un momento me apeteció la idea de subirme con ella y hacer aquel viaje. Pero la misma tensión en mi cabeza que me había obligado a olvidar todo lo demás para estar esa mañana con ella también hacía ineludible un último viaje diferente. En cualquier otro momento incluso hubiese pagado por tener la posibilidad de prospectar y reconocer la geografía rusa, pero recordé lo jodido y cabreado que estaba, y todo lo que me ataba a este lugar y lo impotente que me sentiría fuera de aquí. Fue la despedida más dura de mi vida, pero al mismo tiempo la más hermosa. Mientras aquel avión se perdía entre las nubes yo pensaba en que ahora me quedaba un medio de transporte menos en el que verla partir.




Y nos creímos ángeles
y hasta ella quiso volar.
Y lo hizo tras dejarme 
aquel mensaje aún por contestar.
"Dónde estás, corazón, 
te has cansado de mí.
Yo estoy en el balcón 
y, sabes, voy a saltar".
Se rió: "ja, ja, ja";
y después se cortó. 










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