jueves, 13 de junio de 2013

Esa carina tan llena de paz.



Ya son setecientas cuarenta y tres noches sin ti, aproximadamente, porque entre los posibles años bisiestos y las altas horas de la noche los cálculos son tan endebles como un castillo de naipes. Ya no encuentro fotos de nosotros en los cajones, ni bragas tuyas escondidas en el armario de casa. Ni esmaltes de uñas. Todas esas cosas están guardadas en una caja que no volverás a recoger. Que acabará en un contenedor cuando me mude, o cuando otros labios me digan que me olvide de ti y tire esa basura, joder. Me hundo en el colchón y viene a mi mente algún recuerdo atemporal, de esos que salpican mi rutina cada cierto tiempo, en los que caminamos por los adoquines que ya eran viejos en la época en la que debimos vivir. Recuerdos, sueños y ficción.

Y es que he soñado tantas veces que recorremos París juntos que ya no acierto a decir si lo hemos hecho de verdad o no. He visto todas las películas de la nouvelle-vague buscando en ellas cada lugar que un día juramos recorrer, yo como un jean-paul belmondo cualquiera y tú deslumbrando como toda una jean seberg; tú vistiendo de azul como Ingrid Bergman y yo mirándote como un enamorado Humphrey Bogart. Y caminamos abrazados, tú cogida a mi brazo, y yo llevo media hora deseando besarte y todavía no he encontrado el semáforo que me permita hacerlo. Te empeñas en cruzarlos todos en rojo y no me dejas intentarlo. Un día primaveral al final del invierno, cruzamos una plaza y yo señalo algún lugar al final de la calle. Tú miras hacía allí y me deslizo hasta besar tu mejilla derecha aprovechando que estás demasiado ocupada tratando de averiguar qué cojones señala el imbécil este. Tú tan francesa y yo tan enamorado de Francia. Y ahora tan lejos de todo.