lunes, 27 de abril de 2020

Diarios de la peste (VII)

Durante hora y media fui desgranando todo el setlist. Canciones que oía susurrar respetuosamente al público, intercaladas con otras que había escrito yo y que eran recibidas con sorpresa. Algunas gotas de sudor caían desde mi frente y atrevesaban la nariz hasta perderse en mi barbilla. En contadas ocasiones levanté la mirada hacia la gente que me escuchaba a unos metros. Y cuando lo hacía era incapaz de mirar a nadie a la cara. Ni siquiera cuando hablaba y decía cuatro tonterías cada tres o cuatro canciones. En realidad me gustaba tener a alguien a quien mirar, me transmitía seguridad y me hacía sonreír. Pero la realidad es que no había nadie lo suficientemente especial allí. Tal vez si tú estuvieras... Pero tenía que asumir que no.

Terminó el concierto y el lugar rompió en aplausos. Di las gracias al público y me despedí antes de guardar mi guitarra y recoger algunas de mis cosas. La gente me daba la mano y me felicitaba pero yo era incapaz de distinguir a ninguno de esos extraños, así que me limité a dar innumerables gracias mientras intentaba abrirme paso hasta la barra. Pedí una cerveza con el objetivo de refrescar la garganta. Me empecé a agobiar, así que decidí salir a la calle a tomar un poco el aire.

El frío me pareció atroz. Muchos eran los que aprovecharon para salir a fumar o para irse a otro lugar a continuar la noche, así que crucé la calle intentando evitar a toda la gente que se agolpaba fuera del local. Volví a encenderme un cigarrillo y me apoyé sobre la pared de un edificio. A penas podía sostenerme en pie y fui dejándome caer hasta llegar al suelo. Cerré los ojos y pensé en ti. Supuse que estarías dormida. Con una sonrisa en los labios. Calentita bajo las mantas. Quizá compartiendo cama con otro.

Suspiré de dolor y dejé caer mi cabeza hasta las rodillas. Creí que iba a desfallecer por completo al sentir punzadas en el vientre. Presioné con mi mano buscando aliviar aquel dolor, pero al retirarla volvía a resurgir con más fuerza. Respiré hondo y traté de calmarme. Pasaron los minutos y aquello fue cesando poco a poco hasta que desapareció casi por completo. Escuché pasos acercándose pero no hice caso hasta que se detuvieron justo frente a mí. Pude distinguir unas botas negras que precedían a unas piernas enfundadas en unos vaqueros también negros.

– ¿Te encuentras bien? te he visto en el concierto.
– Sí, tranquila, estoy bien–, dije mientras me levantaba no sin cierto esfuerzo. – El concierto me ha agotado y estaba aquí descansando.
– Es que te he visto ahí sentado y me he asustado un poco, la verdad–, dijo la chica un poco más aliviada.
– Últimamente soy especialista en asustar a la gente de esta forma–, apunté con resignación.

Nos quedamos unos segundos mirándonos en silencio. Vi su cara de cerca y me llamaron la atención sus ojos verdes que brillaban a la luz y unas pestañas notablemente largas. Era ligeramente morena y sus labios estaban muy rojos. Me contagié de su sonrisa y acabé sonriendo yo también.

– No sé qué haces mejor, si cantar o sonreír–, dijo ella con una mueca de niña traviesa.
– Pues claramente ninguna de las dos cosas–, contesté sonriendo.
– Bah, qué  tontería–, su sonrisa se esfumó siendo sustituida por un gesto de indignación.
– En serio, tengo una sonrisa muy fea y desafino un montón.

Se llamaba Mireia y era de Barcelona. Había venido a la ciudad para terminar sus estudios de comunicación audiovisual y era algo mayor que yo. Estuvimos hablando alrededor de una hora durante la cual fui descifrando sus pequeños detalles, tratando de comprender su caracter y su forma de pensar. Llegué a la conclusión de que era una chica dura, a la que le gustaba dominar todas las situaciones. Me hizo gracia pensar que a mí, en cambio, me gustaba dejarme llevar y que ella lo tendría fácil para hacer conmigo lo que quisiera. Pero no tenía fuerzas para resistirme y tampoco me importaba demasiado lo que me pudiera ocurrir. 

– Acabas de tener un escalofrío, así que me voy a quitar la chaqueta y te la voy a poner–, le dije con fingida autoridad.
– Pero qué dices. No hace falta, enseguida se me pasa.
– Tú eliges: o te pones mi chaqueta y me muero de frío o vamos dentro a tomar algo.

Eligió lo segundo y un instante después tiraba de mi mano hacia la acera del local. Le pregunté por sus amigos y me dijo que no me preocupara, que le había caído bien y que prefería hablar conmigo. Tuvo la consideración de pensar en despedirse de ellos y desapareció buscándolos entre la gente. Uno de los que todavía pululaban por allí era mi amigo Javier, al que no veía desde antes del concierto. Me vio un instante después de que yo lo divisara charlando con sus acompañantes y me guiñó un ojo dándome a entender que enseguida estaba conmigo. Medio minuto después me estaba presentando a las dos chicas, una pelirroja y una rubia con larga melena y aires nórdicos. Los tres me felicitaron por el concierto y yo les di las gracias sonriendo. Vi que Mireia se acercaba y al verme no se lo pensó dos veces y avanzó hasta mi lado cogiéndome del brazo. No hizo falta que la presentase, ella misma lo dejó todo claro sin que yo dijera una palabra.

Las acompañantes de Javier nos dejaron y hablamos unos cinco minutos más. Me contó que se iban a otro local y le dije que yo prefería quedarme, que estaba algo cansado para discotecas y demás. Él asintió y me preguntó si quería algo de lo que había pillado para la noche. Me quedé unos segundos pensando y miré a Mireia que me observaba expectante. Le dije a Javier que sí y sacó de su bolsillo un papel enrrollado en el que imaginé que había medio gramo. Me lo tendió mientras me decía que era un pequeño regalo por el concierto que me había marcado. Le di las gracias mientras la pelirroja le metía prisa y le prometí que le llamaría para tomar algo a la semana siguiente. Se marchó sin volver la mirada agarrado de la cintura de la chica.

Le pregunté a Mireia si quería probar aquello. Se lo pensó un par de segundos y respondió afirmativamente. Apuramos las cervezas y nos metimos en el servicio de señoritas. Ella tiraba de mi mano y me metió en el último de los aseos. Cerró la puerta y de su bolso sacó un pequeño espejo, una tarjeta de crédito y un billete de diez euros. Extendí parte de la droga sobre el espejo y ella empezó a triturarla con la tarjeta. Lo hacía bastante bien, así que supuse que ya tenía cierta experiencia. Aquella cantidad dio para tres rayas. "Nos partimos la tercera, ¿vale?", me dijo. Enrrolló el billete y se metió la primera. Un gemido ahogó su respiración mientras cerraba los ojos levantando la cabeza hacia arriba. Sin duda le había gustado.

Abrió los ojos y percibí que me miraba con cierta sensualidad. Me tendió el espejo y el billete y consumí la segunda raya. La sentí bajar por mi garganta y expandirse por mi sistema nervioso. Cerré los ojos de placer. Creí sentirla adherirse a mi cerebro y un espasmo recorrió cada centímetro de mi cuerpo estremeciendo cada nervio. Pude sentir su olor y su aliento dentro de mí. Volví abrir los ojos con el cuerpo pidiéndome más. Me metí la mitad de la tercera y Mireia acabó con la otra mitad.

Nos miramos sonriendo. Ella guardó el espejo y me empujo hasta sentarme en la tapa del servicio. La mirada de sensualidad se había convertido en lujuria, con sus ojos verdes ardiendo de una manera que jamás hubiera imaginado. Se quitó la blusa y vi que llevaba un sujetador claro del que casi se escapaban sus pechos, que me parecieron extremadamente apetecibles. Saltó sobre mí y suspiré al sentir sus caderas frotarse con las mías. Ella gimió al hacerlo y sentirme, repitiéndolo con más fuerza. Acercó su boca a mi oído y susurró que me la follara. Desabrochó mi camisa mientras yo desenganchaba su sujetador. Ambos respirábamos muy agitados. Se acercó a mí y sentí su pecho apretarse contra el mío. Dijo algo sobre mi piel, me besó y yo cerré los ojos.

Pero algo no iba bien. Aquel dolor en el estómago había vuelto. "¿Qué coño estoy haciendo?", me dije a mí mismo mientras sentía su lengua meterse dentro de mí y su respiración adherirse a mi piel. Centenares de pensamientos, de recuerdos, cruzaron mi mente chocando unos contra otros y rompiéndose en mil pedazos. Empecé a sentir como si algo estuviese a punto de estallar en mi cabeza. El corazón me latía demasiado rápido. La cogí de los muslos y me puse en pie dejándola en el suelo. Me separé de ella y la miré durante un instante. "No puedo hacerlo", le dije. Pude ver su cara de desconcierto y oí que me preguntaba algo que no quise oír. Me di la vuelta y, tras unos segundos tratando de descifrar el mecanismo de apertura de la puerta, salí fuera intentando abrocharme los botones de la camisa. 

La oí gritar desde allí dentro pero me resultó imposible saber qué. Mi corazón latía a una velocidad que me daba miedo y mi cuerpo sudaba cada vez más. Me costó media vida abrocharme los primeros botones pero lo conseguí justo cuando salía del servicio. Deseaba huir de allí y busqué con la mirada la chaqueta que había tenido el acierto de dejar al lado de la funda de la guitarra. Un minuto después había perdido de vistal el local y me dirigía con paso rápido, aunque errático, hacia casa. Un paso a juego con mi vida, que parecía tocar fondo cada día un poco más.



Fue aquella gitana que nos leyó el porvenir,
dijo "uno es el asesino y el otro es el que va a morir".
Y salimos de allí y el miedo sonó en tu voz: 
"antes de que tú me mates prefiero matarme yo". 







miércoles, 15 de abril de 2020

Diarios de la peste (VI)


Es verdad. Esas noches feas en las que me pregunto por qué merece la pena seguir. ¿Por qué, si no quiero, resisto aquí? Hoy solo se me ocurre que porque en 15 o 20 años la industria de Hollywood no tendrá ninguna idea original para una película así que solo se les ocurrirá financiar con ingentes cantidades de dinero una nueva saga de El señor de los anillos. Yo protestaré: ya no se hace cine como antes. Ya no hay nuevos Humphrey Bogart ni John Ford. Tampoco hay nadie como Ingrid Bergman. Pero aún así volveremos a emocionarnos cuando suene esa música épica y una carga de caballería aplaste a un rebaño de apestosos orcos y algún trol, cegados por la luz del mithrandir Gandalf. Durante esas tres horas me evadiré de mi vida. 

Seguir porque otro día dentro de mucho tiempo sonará una canción. Yo me acordaré de ti. Habré restringido tu régimen de visitas a mi cabeza. Pero sé que cuando llegue el estribillo y suenen esos arreglos de piano volverás con fuerza. Te dedicaré unos minutos asomado a la ventana, fumando un cigarrillo. Me preguntaré si estarás bien. Si serás feliz. Pensaré en cómo sería mi vida si estuvieras aquí. Si estuvieras conmigo. Si fueras mía. Será la nostalgia la que me domine, como un recuerdo de lo que sentí por ti. Un recuerdo de estar vivo. De cuando lo hubiese dado todo por ti.



130 noches recordé tu cara de ángel,
130 días lamenté no poder oír tu voz.

viernes, 10 de abril de 2020

Diarios de la peste (V)

Solo Dios sabe cuánto tiempo he dedicado a darle vueltas. Cuántas noches pensando. Cuántos cigarrillos consumidos mirando al horizonte. Pero todavía no logro situar el momento en el que te perdí. Qué fue lo que hice mal. Qué no cambió y debió cambiar, o qué cambió y no debió hacerlo. O si simplemente nunca pude tenerte. Si nunca fue posible para mí.

He repasado muchas veces cada momento que compartimos. El tiempo pasa y algunos de ellos se van difuminando poco a poco en mi memoria como una foto en papel. Otros se convierten en pasajes a modo de película. Y los más vívidos se clavan en mi mente y los siento de manera intensa. Son como una foto en alta resolución. Puedo adentrarme en ellos, fijarme en algún detalle y luego volver a mirarte a ti. Los he pensado tantas veces que no los voy a poder olvidar nunca. Pero son demasiado pocos. Y también se van difuminando con el paso del tiempo. Los recordaré y no sabré decir si hacía frío, qué canción sonaba o si de verdad estabas tan a gusto conmigo.



Wish I knew what you were looking for,
might have known what you would find.  

martes, 7 de abril de 2020

Paréntesis.

Aquella habitación parecía un refugio frente al frío y la noche. Fuera llovía y a mí me vinieron a la mente Vic Vega y Mia Wallace, disfrutado de una noche juntos. Ella dejándose llevar y él consciente de que aquella noche no se iba a repetir nunca. Me tensé sobre el colchón al pensarlo y tú lo notaste. Alargué la mano hasta la mesilla y extraje un cigarrillo del paquete. Lo llevé hasta mis labios y volví a palpar el mueble buscando el encendedor. Tú te despegaste de mi hombro y me miraste fijamente.

—No me gusta que fumes tanto—, dijiste con voz casi a modo de riña.
—No lo puedo evitar, me relaja tener algo entre los labios—, me justifiqué de forma idiota.

Justo cuando aún no había acabado de pensar en que –como Vic Vega– debía tratar de aprovechar aquella noche de calma en medio de mi posguerra diaria, me quitaste el cigarrillo y me besaste. Cerré los ojos y sentí durante unos segundos el tacto y el sabor de tus labios, y supe que iba a ser incapaz de olvidar aquello durante el resto de mi vida. Cuando nos separamos permaneciste unos segundos frente a mí con los ojos cerrados. Sentí una descarga de adrenalina recorrer todo mi cuerpo y me vi con fuerzas para escalar los catorce ochomiles uno tras otro.

—¿Sigues queriendo fumar?—, dijiste sonriendo mientras me enseñabas el cigarrillo en tu mano.
—Dios... no—, acerté a decir a duras penas.

Aquello era mejor que todos los cigarrillos del mundo, así que volví a probar esa sensación. Te besé con suavidad y durante más tiempo hasta que me quedé sin aliento. Osé abrir los ojos mientras lo hacía y vi los tuyos cerrados y algunas de tus casi imperceptibles pecas que no escapaban a la poca distancia que nos separaba y que nos unía. Alargué mis manos y acaricié tu cuello con la yema de mis dedos que se deslizaban sin ningún obstáculo sobre tu piel suave. Pensé que podría estar así para siempre. En tus brazos, entre tu pelo.

Al vover a separar nuestros labios tú llevabas ya casi un minuto encima de mí, pero solo entonces empecé a ser consciente de tu cuerpo sobre el mío. No habían neuronas suficientes para procesar tantos estímulos. La gravedad atraía tu pelo suelto hacia mí, tapándote parcialmente el rostro. Te lancé profundas caricias, explorando aquella geografía que parecía haber sido tallada por el mar durante millones de años con exquisitez y minuciosidad. Te sujeté por los hombros y, con firmeza y suavidad, te acosté de espaldas quedando yo arriba. Mis caricias lentas y profundas se transformaron en tus manos agarrando mi espalda, con fuerza, arrugando mi camisa instantes antes de que volara por la habitación hasta aterrizar sobre el butacón. Luego aterrizó tu jersey y me di de bruces con tal cantidad de centímetros cuadrados de tu piel que casi me da un infarto. Deseé detenerme a examinar cada uno de ellos. Llevabas un sujetador oscuro y me acerqué a besarte las clavículas marcándose con una precisión letal. Me atreví a deslizar uno de los tirantes más allá de tu hombro. Lo hice sin mirar, como si estuviera prohibido, y, aún así, me atreví a hacer lo mismo con el otro mientras seguía recorriendo tus clavículas con si fuese el Tour de Francia.

Tú te incorporaste un poco y te desabrochaste el sujetador. Apoyaste los brazos sobre la cama, acercando tu cuerpo al mío, y me miraste invitándome a que me deshiciera de aquella prenda que se interponía aún entre nuestros cuerpos. Aguanté la respiración de manera inconsciente y lo hice. Descubrí tus pechos y los acaricié con la yema de mis dedos, lo más suave de lo que fuí capaz. Me acerqué y los besé, consciente de que me observabas con curiosidad recostada sobre la almohada. Así pude percibir claramente tu calor y oír tu corazón agitándose cada vez con más frecuencia hasta ahogarse en un tímido y primer gemido. Te seguí besando mientras notaba tu mano maniobrar con el botón de mi pantalón vaquero. Te deshiciste de él hábilmente y me acariciaste de forma suave pero decidida. Gemí ligeramente y te vi morderte el labio inferior. Aquellas ganas me habían invadido por completo. Las ganas de sentir tu piel sobre la mía y de no salir de aquí nunca. Ascendí hasta tus labios y seguí besándote para enseguida volver a descender por tu cuello, por tu pecho y por tu vientre hasta imitar tu destreza con mi pantalón desabrochando tu vaquero. Lo bajé lentamente, aprovechando para recorrer con mis manos el contorno de tus caderas, y lo retiré. Un culotte negro y unos muslos pálidos y esbeltos continuaban tu cuerpo más allá de las caderas. El contraste de la tela oscura sobre tu piel resplandeciente me iba a acompañar el resto de mis días.

Los cristales de la habitación estaban completamente empañados, impidiéndome saber si seguía lloviendo o no, y la luz del pequeño flexo creaba una atmósfera que nunca me había parecido tan acogedora como aquella noche. Me incorporé un poco. Respiré hondo. Tú seguías tumbada en la cama. Creo que disfrutando al verme así. Un poco apurado, no te lo voy a negar. Te miré y me sonreiste. Yo me dejé caer sobre ti y mientras te besaba me hice un hueco entre tus piernas. Acaricié tus muslos por fuera. Luego lo hice por dentro. Sentí que temblabas ligeramente. Pero calculé que yo estaba rondando ya las ciento sesenta pulsaciones por minuto. Deseé que el ataque al corazón tardase un poco más. Quería seguir acariciándote. Tenerte más conmigo. Seguir explorándote y tocarte como nunca te había tocado.