domingo, 30 de diciembre de 2012

No vino, estaba enferma o de vacaciones.



El traqueteo de aquel viejo tren de largo recorrido acompañaba mis pensamientos la noche del treinta y uno de diciembre. A lo lejos, las luces de Turín eran ya a penas imperceptibles, perdiéndose entre los bosques y los valles que precedían a la cordillera de los Alpes. La noche se iba cerrando conforme el tren se adentraba en las montañas, y el frío ya a penas me permitía tener la ventana del compartimento abierta sin morir congelado, pero estaba decidido a consumir hasta la última gota de veneno de aquel cigarrillo.

Viena quedaba todavía lejos, a un par de días a través de vías suspendidas en el vacío sobre valles y precipicios, pero no tenía ninguna prisa por llegar. Casi siempre el viaje es mejor que el destino, y aquella vez no era una excepción, a pesar de la belleza de la capital austriaca. Mi vida no iba mucho más allá de Viena. No había planes de futuro más que la vuelta a la normalidad, y esa normalidad, salvo que ocurriese lo improbable, estaría teñida de dolor, nostalgia y soledad. Un año antes, al otro lado de Europa, juré celebrar el año nuevo sobre unas vías de ferrocarril, a su lado. Acordamos tren y vagón, viaje y vestido, whisky y cigarrillos; pero a diez minutos de la hora de nuestro encuentro, las once en punto del último día del año, estaba seguro de que ella no aparecería. Pero yo sí, yo estaría allí.

Lancé la colilla por la ventanilla, me coloqué bien la chaqueta del traje y me encaminé hasta el vagón central, en el que estaba planeada una gran fiesta de despedida de aquel turbulento año. Nada más abandonar mi compartimento fui consciente de que la fiesta ya había comenzado, pues el ruido de la música y el jolgorio de los viajeros se hacía notar desde el pasillo de aquel vagón. Atravesé vagones y compartimentos con dificultades debido al atasco que se formaba en los estrechos pasillos entre quienes huían de la fiesta buscando un poco de tranquilidad momentánea y los que deseaban llegar al núcleo de la diversión. El vagón estaba repleto: altos y borrachos alemanes, jóvenes austriacas de cabello rubio y parejas italianas de vacaciones se mezclaban con el equipo entero de rodaje de una película francesa, con el director de maestro de ceremonias; todos con sus respectivos vasos de champagne, cerveza o cualquier otra bebida rica en alcohol. Aquello era probablemente la fiesta más animada en la que había estado en varios años.

Conseguí llegar a la barra y pedir un whisky. Me di la vuelta, apoyé los codos reclinándome sobre la madera y observé todos los rincones del vagón una y mil veces buscando su rostro entre la multitud. Me detuve en cada mujer allí presente, observando una por una todas sus facciones esperando hallar su piel blanca, su pelo largo y sus ojos claros en alguna de ellas, pero allí no había rastro de aquel vestido negro que tenía grabado a fuego en lo más ardiente de mi mente, y que debía servirme de reclamo para reconocerla. Suspiré y busqué esperanza en las profundidad del whisky pensando que todavía quedaban cinco minutos para la hora convenida, y que las mujeres, las mujeres que de verdad merecen la pena, se hacen esperar.

Frente a mí, sentados cara a cara frente a una mesilla, el viejo director había retado a un joven alemán que parecía recién salido de las SS a ver quién podía beber más. Las apuestas estaban tres a uno a que el viejo perdía con el teutón, pero cualquiera debería saber que tan sólo un escritor puede beber más que un director de cine, y el alemán no tenía pinta de empuñar ninguna pluma. Aposté diez francos por el viejo francés. Siete vasos de whisky después, había ganado treinta francos tras el desmayo del alemán.

Los seres humanos pensamos más en el futuro que en el presente. Es natural y biológico en nosotros tener algo de optimismo incluso cuando sabemos que todo va a ir mal. Es algo evolutivo. Cuando sólo quedaba media hora para el fin del año y de la década, yo ya había perdido toda esperanza, pero a veces surgía ese pensamiento: "¿y si está en otro vagón?", "¿y si había tanta gente que no la he visto?". Pero no. Aquello no hacía más que destrozar mis nervios y mi cordura. El alcohol, el ruido y la ansiedad estaban empezando a agobiarme, así que decidí salir de allí.








Cinco minutos después, me encontraba apoyado sobre la barandilla del último vagón, la última pieza del tren. Un tren que no se detenía y seguía avanzando dejando atrás kilómetros y kilómetros de vías. A mi  lado, el guionista de la película miraba hacia la oscuridad de las montañas. Iba trajeado y tenía el rostro marcado con las trazas que deja el insomnio, el café, el alcohol y la literatura. La puerta se abrió y de ella surgió un hombre alto, con el pelo hacia atrás y un traje que valía una fortuna: el protagonista de la película, Jean Gabin, que se las había ingeniado para huir de las incontables admiradoras que le perseguían. Nos saludó y nos pidió permiso para compartir aquel pequeño espacio del mundo.

     - Mujeres, siempre ellas. Apuesto lo que quieran a que si estamos justo aquí, sumidos en la oscuridad al final de un tren en mitad de las montañas, es por las mujeres, - dijo el galán- por las mujeres que queremos. Estoy seguro.

El guionista y yo asentimos en silencio. Sus palabras me sentaron como puñetazos en el estómago, pero al mismo tiempo me sentí reconfortado al estar en compañía de más hombres como yo. A pesar de todo, seguía nervioso, esperando un milagro de última hora. Jean buscó entre su chaqueta un estuche del que sacó tres puros. Nos ofreció uno a cada uno, "para acabar y empezar bien el año", dijo. Pero yo no podía resignarme así, tenía que asegurarme. Le dije que aceptaba gustosamente su invitación, pero que debía hacer una cosa antes.

     - Amigo, deseo de todo corazón que no vuelva con nosotros, porque significará que tiene mejores cosas que hacer. Pero no se engañe, ella no va a estar ahí dentro - dijo el actor antes de verme desaparecer hacia el interior del vagón.

Recorrí los pasillos de aquella gran máquina lo más rápido que pude, tratando de no perder ni un sólo segundo. Tuve que detenerme un vagón antes del de la fiesta, y es que no sólo yo intentaba acceder a él. Los nervios me iban consumiendo cada vez más. Me imaginaba cruzando la puerta y descubriéndola sentada en una butaca, esperándome, enfundada en su vestido negro y sujetando una copa con una de sus delicadas manos. Tal vez con su mirada perdida pensando que no había acudido a la cita, quizá llorando... Entonces entraría yo y ella saltaría a mis brazos. Todos los hombres del vagón me envidiarían. La abrazaría con todas mis fuerzas, cerrando los ojos, y la besaría apasionadamente mientras el reloj da las doce de la noche, acaba el año y la gente brinda y es feliz. Y al cruzar la puerta y recorrer el vagón, vi que, tal vez, Jean Gabin tenía razón.





Feliz año nuevo.



lunes, 3 de diciembre de 2012

Ménage à trois.


Marceline es rubia y sus ojos son azules. Es el prototipo de chica francesa que uno imaginaría al pensar en una chica francesa. No debe tener más de veinte años y apuesto a que se ha pasado más de diez aquí. Ella me cuenta que es de Gap, un pueblecito a los pies de los Alpes, y yo le sonrío y le digo que lo conozco de haber escuchado su nombre por la radio en las retransmisiones del Tour de Francia. Ella se emociona al oír aquello. Le gusta mucho hablar de su pueblo y no disimula su excitación al hacerlo. Sus ojos se abren como pocas veces había visto, y enumera las cosas que va a hacer cuando vuelva a él. Yo le pregunto que cuándo piensa volver, y veo que ella se pone un poco triste y responde que no lo sabe. "Pues te voy a llevar yo", le digo, y se emociona y puedo ver en ella la sonrisa más bonita a este lado del Sena.

Ajena a nuestra conversación, Valèrie fuma un cigarrillo sentada sobre un viejo butacón mientras mira hacia la pared. Me pregunto en qué pensará una chica como ella: tan solitaria, tan reservada y etérea. Su pelo es negro, y su piel tan blanca lo hace parecer aún más oscuro. Sus piernas flexionadas exhiben unos muslos esbeltos, rodeados por un liguero negro, tan apetitosos que el deseo de recorrerlos con mis manos hace que me olvide de Marceline. Me imagino acercándome a ella, agachándome frente al butacón para mirarla fijamente mientras deslizo mi mano hacia arriba por la parte interior de su muslo. Sentir cómo su cálido cuerpo se tensa bajo mi tacto suave y ella gime suavemente... Quizá más tarde. Valèrie debe tener alrededor de veinticinco años y es del mismo París. Ella también tiene los ojos azules, aunque algo más claros que Marceline; grisáceos, casi.

No puedo resistir por más tiempo la tentación de tocar su piel, así que me levanto y pongo rumbo a la ventana. A medio camino me detengo a su espalda y recorro su hombro izquierdo desnudo para acabar enredando mis manos en uno de sus suaves rizos. Ella se vuelve hacia mí y me lanza una mirada que me deja helado, una mirada que no soy capaz de interpretar. Valèrie no es una niña, es toda una mujer: ha vivido y sufrido lo suyo, y su mirada triste, casi de súplica, me deja aturdido. Si Marcelline sigue siendo una cría, Valèrie es una mujer de mirada herida, con el dolor tallado en las líneas azules, grises, blancas y negras del iris de sus ojos. Unos ojos que denotan vulnerabilidad y me atraviesan como dos puñales de cristal. No puedo evitar ver en ellos, en esa piel tan blanca, en su figura de deidad griega, la sombra de otros puñales clavados en el pasado cuya herida sigue doliendo noche tras noche. Por un instante, sus recuerdos dolorosos se funden con los míos y trato de mantenerme entero y encajar lo mejor posible el golpe que me vuelven a lanzar desde la distancia.

Desvío la vista hacia la chica de Gap, que todavía continúa sentada sobre la cama envuelta en un ligero vestido amarillo perfectamente a juego con su pelo, y ella me mira como una niña confusa, y hasta algo asustada, que no tiene la más remota idea de lo que está pasando, pero que percibe que algo no va bien. Trato de refugiarme de aquella atmósfera silenciosa en la que el dolor se puede morder y tocar, y me asomo a la ventana en la que pretendo escapar. El suelo me parece apetecible, sólo sería un instante, pero no esta noche. Enciendo un cigarrillo y, hasta que no doy la primera calada, no pienso en lo bonita que está París por la noche. Las luces se extienden hasta el horizonte y la torre Eiffel se impone sobre toda nuestra existencia transmitiendo esa abrumadora sensación de superioridad sobre todo ser viviente. Pero ella es buena: sirve de guía, de referencia, y hace compañía a los parisinos. Las calles aledañas están extrañamente desiertas, y, si no fuera porque una brasa de cigarrillo arde en medio de una oscura habitación del edificio de la esquina, diría que los tres somos los únicos habitantes de la ciudad.

El aire fresco me golpea en la cara y me despeja un poco la mente, y caigo en la cuenta de que me duelen la mayor parte de mis órganos vitales. "Necesito un poco de calor", pienso y suspiro tratando de encontrar el aplomo suficiente para volver a adentrarme en la habitación. Nada ha cambiado desde que traté de huir: Valèrie sigue mirando la misma zona de la pared y Marcelline se peina sentada en el borde de la cama. Me acerco a la mesilla de noche y le doy un trago a la botella de whisky pensando que quizá mi hígado decida que sea el último. La americana me sobra y los botones de la camisa también. Marcelline me mira y se acerca a mí. Me abraza fuerte y me hace caer sobre la cama. Su cuerpo desprende calor y la ternura con la que me abraza me alivia los dolores. Confío en estar haciéndolo yo también con su cuerpo, aunque creo que esta noche le va a tocar a ella curarnos tanto a Valèrie como a mí.

Se acurruca en mi pecho, levanta la cabeza y me mira. Repta por mi cuerpo y sus labios rosáceos me besan dulcemente. Me veo afortunado al ser la persona más cercana a sus mejillas salpicadas de pecas. Nos separamos y me siento un poco mejor, pero me asalta el temor ante la posibilidad de estar amargándole la vida a una pobre muchacha. Ella me lee el pensamiento y me vuelve a besar, pero esta vez con fuerza y pasión. Mis manos recorren sus muslos, su espalda, y liberan su cuerpo de la tela del vestido. Paramos para tomar aliento y tomo conciencia del calor de su piel sobre la mía, de sus curvas apretadas contra mi cuerpo. Siento su lengua recorrer mi barbilla y continuar en mi cuello. Cierro los ojos de placer y noto el tacto de una piel más fría, la de Valèrie. Ella se sienta delicadamente sobre la cama y empiezo a acariciarla. Se tumba a mi lado y me acerco a ella mientras Marcelline sigue en mi cuello. La beso. La beso con todo el cariño que puedo encontrar, con todo el cariño que me queda. Ella se merece ser feliz, se lo merece más que yo. E intento que así sea. Intento trasmitirle el poco calor que me queda para sentirme útil haciendo que una princesa sienta que tiene un súbdito dispuesto a cualquier cosa por ella.

Y durante las próximas dos horas, nos entregamos a la depravación y al placer para tratar de olvidarnos de todo. Porque de otro modo, cómo si no íbamos a poder soportar nuestras vidas.





Y si viviera una vez más, ¿me volvería a equivocar otra vez?
Sí, no te quepa duda, hasta la locura
y hasta el dolor.

domingo, 4 de noviembre de 2012

71°00'N 08°00'W

Setenta y un grados norte, ocho grados oeste.




Nunca hubiese imaginado que iba a terminar aquí, tan lejos de todo. Los días son tan cortos que a penas me da tiempo a dar un pequeño paseo con Marlene antes de comer. Pero pensándolo bien, quién quiere salir fuera con estas temperaturas. Las noches son interminables y la oscuridad del mundo exterior me parece tan voraz que a veces hasta tengo miedo, y es que me abruma pensar que ahí fuera los elementos conspiran para mantenerme alejado de todo. A esta tierra fría y reseca la guarda un mar oscuro, helado, embravecido y tenebroso, inspirador de las más terribles leyendas de marineros; azotado casi todos los días por las tempestades más violentas que uno se puede imaginar: relámpagos kilométricos y vientos huracanados que elevan las olas varias decenas de metros. Y el frío. Rara vez veo el mercurio en positivo, quizá algún mediodía soleado de los que tanto le gustan a Marlene, en los que sólo quiere correr y jugar a pensar de que el sol no calienta. Hace tanto frío que ya no sé ni las capas de ropa que llevo encima, incluido el abrigo más grueso que he visto hasta la fecha.

Casi nunca viene nadie. Este sitio ni tan si quiera tienes un puerto o un muelle, pues las olas y el terreno escarpado hacen imposible que ningún barco pueda acercarse sin arriesgarse a quedar destrozado; tan sólo un pequeño aeródromo permite que alguna avioneta aterrice cada tres o cuatro semanas, bien con provisiones o bien a reemplazarme si es que no se han olvidado de mí. A veces pienso que, si hubiera una guerra mundial o una gran catástrofe, no me enteraría hasta pasados meses. Quizá me convierta en el último hombre vivo, como Charlton Heston en aquella película. O tal vez quedaran vivos más hombres como yo: habitantes de los más aislados lugares del planeta. El silencio y la soledad aquí es tal que mi única compañía es Marlene, las radios y sus transmisiones meteorológicas y el pitido del LORAN-C, el artefacto que tengo que vigilar y que sirve para que los barcos triangulen su posición y sepan en qué lugar del Atlántico norte se encuentran. Aquí las cosas son sencillas, pero vivir en este lugar es psicológicamente agotador. Todo en mi vida es tan mecánico que tengo que recurrir a mis recuerdos, a veces hasta a los más dolorosos, para acordarme de cómo era el calor, o el cariño, o simplemente cómo era sentir algo.

Y aquí estoy otra vez, envuelto en una manta a cuadros, mirando por la ventana hacia la oscuridad, sólo interrumpida por las luces de color jade, rubí y zafiro de la aurora boreal. Siempre quise verla y, ahora que me acompaña casi todas las noches, temo que cualquier día de estos deje de parecerme todo lo marivillosa que es. Daría lo que fuera por verla reflejada en unos ojos azules, muy abiertos, mirando a través de este mismo cristal desde el que observo que mi luminiscente acompañante desaparecerá, pues el boletín meteorológico tenía razón y la tempestad se acerca una noche más.

Si estuvieras aquí, esos ojos se habrían entornado al ver caer los relámpagos en el horizonte, y al primer trueno me habrían mirado con miedo; y yo sabría con sólo observar tus pupilas dilatadas que te mueres porque te abrace. Y lo haría, te abrazaría hasta que mi calor y la sensación de protección superaran y al frío y al miedo. Y entonces te llevaría en brazos a la cama y te taparía con la manta. Tal vez cogería la guitarra y trataría de hacer que olvidases el ruido de los truenos con sus acordes y mi voz. Me deslizaría bajo la manta junto a ti y allí te abrazaría hasta ser incapaz de reconocer mi piel sobre la tuya.

Pero no estás, y tu ausencia es inabordable. Aún después de tanto tiempo sigue siendo inabordable. No puedo asumir toda esta distancia. Si al menos fuera sólo física sería más llevadera, pero sé muy bien que hay distancias de muchos tipos y la menos mala es esa. Quizá te vaya a buscar cuando vuelva al continente, cuando haya reunido las fuerzas suficientes; o tal vez me arrastre hasta tu casa y te apiades de mi aspecto demacrado. Y me cures. Pero sé demasiado bien que al final acabaré bebiendo en las tabernas del puerto, con todos estos noruegos y rusos tan diferentes de mí. Es asombrosa la capacidad de acogida y transformación de los bares en refugio para hombres tan diferentes. Los hombres destrozados se sienten mejor en compañía de otros hombres destrozados. No quiero ser uno de ellos.

Marlene duerme cerca del fuego y a mí me va entrando el sueño poco a poco, de manera casi imperceptible. Mañana amanecerá tarde. Yo ya no sé si espero amanecer. Ahí fuera nieva y los relámpagos se alejan. Mañana hará menos frío.


Brindemos con whisky por cualquier cosa, por el misterio de la Santísima Trinidad.

lunes, 8 de octubre de 2012

París, 1940





Querida Isabelle. No son buenos días en París. A penas hace unos meses que te fuiste de aquí, y esta ciudad ya no es la misma. Es otoño, pero la sensación que recorre las calles es la de llevar años sumidos en el invierno más frío de la historia. Y lo peor de todo eso es que este invierno más frío de la historia aún no ha comenzado. Se encuentra ahí fuera, agazapado al otro lado de la ventana. Creo que, desde que los alemanes entraron en la ciudad el pasado junio, no he visto a nadie sonreír por la calle. La gente está triste, los árboles desnudos y el cielo es gris. A veces me alegro de que no estés aquí y así no veas cómo son las cosas ahora. Éste no es nuestro París.

Todavía recuerdo pasear entre una multitud que observaba, aquel catorce de junio, la entrada de los nazis en la ciudad. Miles de soldados y tanques marchaban triunfalmente frente a otros miles de parisienses; hombres, mujeres y niños cuyo rostro reflejaba el abatimiento más absoluto. Algunos lo festejaban, colaboracionistas, y se ganaron las miradas de odio de todos los demás. La resistencia se ha empezado a organizar contra el gobierno de Vichy, y yo les ayudo en lo que puedo. A veces escondo a algún comando en casa. Corro bastantes riesgos haciendo eso, pero todo sea por luchar contra el enemigo.

De vez en cuando doy paseos por aquellos lugares de nuestro París, intentando recordar cómo eran las cosas antes. Pero he de confesar que resulta complicado hacerlo sin tu cuerpo caminando a mi lado, y con soldados alemanes escupiendo entre carcajadas desde el Pont du Carrousel, propaganda nazi y la amenaza prácticamente invisible de la Gestapo. El jardín de las Tullerías me parece menos verde que nunca y los campos Elíseos se me hacen interminables si no los comparto contigo. París no resplandece sin tu piel brillando al sol y sin tus vestidos blancos desfilar por Montparnasse. He vuelto al café, a nuestro café, y el viejo Rémy siempre me pregunta por ti. Yo le contesto que te has marchado y él me da una palmada en el hombro y me dice que no me preocupe, que volverás. Aunque sé que no. Yo le sonrío y trato de contener las lágrimas. Pero cuando se ha ido, a veces lloro. Cada esquina, cada puesto de flores, cada puente y cada acordeón de esta ciudad me recuerdan a ti.

Hoy es ocho de octubre, mi cumpleaños. Supongo que te habrás acordado, recuerdo la ilusión que tenías siempre por los cumpleaños, así que espero que brindes por mí con lo que sea que se brinde por allí. Yo lo celebraré en casa. He comprado unos pasteles en la pastelería de Simone, y también tengo una botella de coñac. Están en la cocina. Anna vendrá más tarde. Es prostituta; nos emborracharemos y haremos el amor. Me siento un poco mejor a su lado, aunque cuando se va de casa siempre me entristezco al pensar que debería estar casada con algún buen hombre, y no ahí fuera o con hombres como yo. Ojalá estuviese tan lejos de París como lo estás tú. No se merece vivir así.

Lo último que quería decirte es que he decidido enrolarme en la resistencia. Sé que es muy peligroso, pero desde que te marchaste ya no tengo nada por lo que vivir, así que lucharé por volver a ver París libre. Ya no me queda nada y cada día es peor que el anterior. Cada vez hace más frío. Si vuelves a saber de mí, significará que estoy vivo y que hemos ganado la guerra. Francamente, prefiero que se cumpla lo segundo.

La casa está vacía sin ti, la ciudad está vacía sin ti. Pasa el tiempo sin saber dónde duermes y yo no dejo de pensar en que nadie me ha mirado con unos ojos tan bonitos como los tuyos, y en que nadie me va a mirar como lo hacías tú nunca más. Quiero que seas feliz, necesito que lo seas. Nunca se me dieron bien las despedidas. Au revoir.

Te ama,
Jacques.

París, 8 de octubre de 1940





Me gusta pensar que mis cumpleaños son así en otros universos paralelos. Pero me temo que en el universo que me ha tocado no hay whisky en casa, así que esta noche brindaré con ginebra por tiempos mejores.






sábado, 29 de septiembre de 2012

Culpemos a la humedad.



Mi casa está llena de notas. Las puedes encontrar en cualquier lugar. Las hay pegadas a la puerta, sobre el marco de la televisión o incluso en el espejo del baño. Algunas de ellas dicen cosas normales, como listas de la compra; pero también hay teléfonos con nombres de personas que no recuerdo, listas de cosas por hacer que nunca haré, citas a las que nunca fui o letras de canciones que de vez en cuando pasan por mi cabeza. Hasta apunto recuerdos que, días después, no sabría decir si sucedieron de verdad.

A veces me asusto al leer alguna nota, pues tengo la sensación de que yo no he escrito aquello y que alguien ha entrado en casa y está escondido, jugando conmigo, tal vez con la intención de matarme mientras duermo o, más correctamente, intento dormir. Lo que no estaría nada mal. Pero se me pasa rápido, cuando enciendo un cigarrillo en el balcón, me tranquilizo, y me doy cuenta de lo idiota que soy. Por suerte, no suele venir nadie a visitarme y es que, si vinieran, creo que pensarían que estoy loco o algo parecido al ver todo lleno de papeles cuadrados pegados por allí y por allá.

Confieso que a veces tengo miedo. Me produce terror pensar que hay tantas que su número desproporcionado hace imposible deshacerse ya de ellas. Y que, si aparentemente consiguiera tirarlas todas, aparecería alguna extraviada y me hiciera enloquecer otra vez.

Desde aquella mañana, desde entonces, vivo así. Vivo, por decir algo. Si vinieras, tirarías todas esas malditas notas que están acabando conmigo, y creo que volvería a sonreír, contigo. Seré breve: te extraño hasta el dolor.




Y si no hay nadie a quien culpar, culpemos a la humedad.

domingo, 16 de septiembre de 2012

No me invites a tu boda.


El camarero, un hombre alto y delgado, de mediana edad y aspecto cansado pero siempre con una sonrisa y unas palabras alegres, nos trajo los cafés y nos deseó un buen día. Ella le añadió azúcar al suyo y yo mientras desvié mi mirada hacia la pareja que se sentaba cerca de nosotros. Serían más o menos de nuestra edad, tal vez un poco mayores. La chica era pelirroja y llevaba un jersey verde. No dejaba de mirar al frente, hacia el chico, que vestía una sudadera gris. Él, en cambio, estaba cabizbajo y no lograba soportar la mirada triste de ella. Me compadecí de aquel chico, pues podía comprender casi exactamente cómo se sentía a pesar de que era la primera vez que lo veía.

Volví la mirada y le añadí un par de cucharadas de azúcar a mi taza, pero siempre menos cantidad que ella, que acostumbraba a endulzar mucho el café. Ambos bebimos el primer sorbo, pero yo esperé con el borde de la taza en los labios mientras la miraba probar el suyo. Me gustaba mucho verla así, sin que se diese cuenta. Observar esos pequeños detalles, lo que una persona hace inconscientemente: fruncir el ceño, tocarse el pelo... Vi que se había quemado un poco, y es que el café estaba todavía demasiado caliente. Así que decidí esperar un poco y soplar durante unos segundos. Aún así, yo también acabé quemándome.

      - Menudo bostezo has dado, cariño.
      - Es que no he dormido mucho esta noche...- contesté intentando excusarme.
      - Se te nota. Ni esta noche ni las últimas, parece - dijo ella resignada.
      - Touché. 
      - ¿Y por qué no duermes?





No me invites a tu boda. No quiero beber whisky malo entre tus familiares, ni quiero que me vean borracho los niños y las ancianas. No quiero que me veas destrozado: pálido, con ojeras, delgado, cansado. No quiero tener que callarme para siempre, ni quiero hablar ahora y arruinarte la ceremonia. No quiero mentirte y tener que inventarme una excusa para no ir y, sobre todo, no quiero tener que ver cómo te entregas a quien no te merece. Así que, por favor, no me invites a tu boda.


Y un día tuve noticias de un extranjero sin voz;
decía ser tu amante y, si lo era, ¿quién era yo?

domingo, 9 de septiembre de 2012

Incursiones en mi habitación.



Y qué si no hay dónde huir y ya se escuchan venir. Yo no les tengo miedo, burlé mares enteros por ti. Por ti llegué hasta aquí.





Escogí un viejo whisky escocés, lo serví en dos vasos bajos y le tendí uno de ellos. Sonrió sin separar aquellos labios rojos y yo ascendí por su vestido negro, hasta llegar a sus ojos azules, que me miraban fijamente mientras apartaba la botella. Brindamos y bebimos un trago. Noté el calor bajar por mi garganta y ella gimió al notarlo bajar por la suya. La habitación estaba casi a oscuras, a penas una vieja lámpara de pie iluminaba tímidamente la estancia. Aquella luz se reflejaba en sus ojos y en su collar de oscuras y brillantes piedras, que contrastaba con la piel blanca de su cuello y su pecho.

Cerró los ojos y se relamió los labios para saborear el rastro que había dejado el alcohol en su boca. Pensé que no me importaría nada que aquella lengua probase mi sabor. Siempre me había preguntado cómo sería besar a una femme-fatale de esas de los años veinte, las de las películas en blanco y negro que llevaban una pistola en el liguero. Ella pareció leerme el pensamiento y acercó una mano hacía mí. Acarició mi cuello con ella y la deslizó sobre mi cuerpo hasta llegar al final de la corbata de mi traje. Volvió a pasear su lengua por sus labios mientras me miraba tras aquellas pestañas peligrosamente largas, y tiró de mi corbata hasta que mi cuerpo quedó a escasos centímetros del suyo.

Su perfume llegó hasta lo más profundo de mi cerebro y deseé que aquel olor dulzón permaneciese cerca de mí. Supe que estaba perdido, y que iba a suspirar por aquella fragancia durante el resto de mi vida. Su mano hizo el camino inverso al que había trazado antes y ascendió por mi pecho, recorrió mi cuello y se detuvo en mi barbilla. Acarició la línea de mi mandíbula con sus dedos índice y corazón y subió hasta acariciar mis labios. Los besé. Mi respiración se aceleró y ella sonrió al darse cuenta de que mi pulso iba aumentando. Hubiera hecho cualquier cosa que pronunciaran aquellos labios, unos labios que me parecieron más rojos que nunca. Pero no dijo nada.

Acercó su boca y me besó con decisión. Sentí sus labios sobre los míos y me di cuenta de que era lo más dulce que había probado en mi vida. Mi mano se deslizó por su espalda y acabó en su muslo derecho. Bajé más abajo del límite que marcaba su vestido y volví a subir tocando su piel caliente. Gimió en mi boca y sentí su lengua abrirse paso hasta la mía. Creí ahogarme en un suspiro y un deseo voraz, el deseo de poseerla, de poseer ese cuerpo y esas curvas que podía tocar con mis propias manos. Y al mismo tiempo sentí que estaba totalmente a merced de ella. Podría ser su esclavo.

Nos separamos un instante y me miró fijamente. Jadeaba, igual que yo. El azul de sus ojos estaba ardiendo. Caí sobre el viejo butacón, cómodo y grande como ningún otro. Un segundo después, sus muslos estaban sobre los míos, y entre nuestras caderas ya no existía distancia alguna. "Muérdeme", susurré, y ella no dudo en lanzarse a mi cuello y clavarme sus dientes con una mezcla de dulzura y canibalismo. Un gemido ahogó mi voz y mis manos volvieron a recorrer su espalda. Una se detuvo en su melena, enrollándose en ella, y la otra descendió por su espalda hasta su cintura. La atraje hacia mí, y es que quería sentir su piel lo más cerca posible de la mía. Y lo conseguí.

Hicimos el amor en aquel butacón. Sus caderas contra la mía, su boca en la mía. Mi lengua recorriendo su cuello, bajando por sus clavículas y llegando a sus pechos. Gemidos, calor y los cristales empañados. Terminamos exhaustos. Se dejó caer sobre mí y sentí cada respiración sobre mi cuerpo. Estaba temblando y cerraba los ojos; pensé que no me importaría morir y que así mi vida acabase en el mejor lugar que uno podría desear.

Pero vuelvo a despertarme un día más en esta habitación, a oscuras, y veo que no está sentada en el butacón, ni perdida entre mis sábanas o mi edredón. Y ahora que todo aquello se ha desvanecido, me asalta una certeza absoluta: es más dulce la muerte que no poder verte.


Y ven. dame de beber. Y ten, roba mi calor.


sábado, 1 de septiembre de 2012

Aeropuertos: unos vienen... y otros se van.





"Me sabe mal que te desangres, pero límpialo todo antes de salir. Nadie tiene por qué ensuciarse, tu basura te pertenece solo a ti",  me dijo ella. Y al escuchar aquellas palabras, creí sentir cómo el hielo iba avanzando desde mis pies hasta mi cabeza, paralizando cada uno de mis músculos e impidiendo cualquier tipo de reacción. En aquel momento, a penas pude elaborar una respuesta sólida, ni si quiera fui capaz de pensar algo claro. Tan solo me asaltó la verdad de que aquello me iba a doler, tal vez al día siguiente o el de después, y que iba a doler mucho tiempo.

Mi vida se compone de un único anhelo: saciar mi sed. Pero también hay un certeza en ella: la de que, chavalín, eso no es posible.

Creo que nunca he estado tan sediento.


martes, 28 de agosto de 2012

Una mera formalidad.





Hay una chica preciosa en la televisión, una que presenta las noticias de la madrugada. Tiene los ojos azules y una voz muy dulce, y siempre sonríe. Es, de largo, la presentadora más guapa que he visto nunca. Cada noche que paso en casa me tiro en el sofá y me quedo mirando su sonrisa hipnóticamente, esperando a que me venza el sueño y poder dormir unas horas. Aunque a veces no soy capaz y permanezco en un estado de duermevela hasta que me sorprenden las primeras luces del día.

Hoy siento la estricnina agolpándose en la nuca y sé que no voy a dormir. Estoy tirado boca arriba en el sofá, con la cabeza apoyada en el reposa brazos, encarada hacia la televisión. Y allí la veo, con su sonrisa, repasando las noticias del día una y otra vez, cada media hora, siempre con su sonrisa. A veces imagino que podría estar sonriéndome a mí, aunque luego pienso que deben haber otros cientos o miles de imbéciles más mirándola en este momento y pensando lo mismo que yo o imaginando cosas peores, y me dan ganas de protegerla. Creo que mataría a todos esos cerdos si supiera lo que están pensando.

Está sonando el teléfono, y es extraño. Nunca suele llamar tan tarde. De hecho, ya nunca suele llamar. Y yo tampoco suelo llamarla, claro, incluso he olvidado su número. Decido alargar la mano hasta la mesilla y lo cojo sin dejar de mirar la televisión. Me cansa mover el brazo así que pongo el teléfono sobre mi oreja y sobre mi cara y pienso que, si no me muevo, no se caerá.

Es ella. Su voz es más dulce que la de la presentadora, de eso no hay duda. Habla y habla sin parar y yo no hago ningún esfuerzo por interrumpirla. Me pregunta que cómo estoy y yo le digo que estoy bien. Me extraña mi voz, hacía tiempo que no la oía y me resulta casi ajena. Ella se queda en silencio unos instantes ante mi seca respuesta, calibrando mi mentira y deduciendo cómo estaré en realidad. Ella ya sabe los detalles. Sin demasiado interés y casi mecánicamente le pregunto que cómo está. “Bueno, estoy...”, me responde, y pienso que siempre ha estado así.

Seguimos hablando quince minutos más y ella me cuenta que anteayer tuvo un accidente con el coche, “pero nada grave, tranquilo”. Iba distraída, el de delante frenó de golpe y ella no lo vio a tiempo. Me dice que está con un tío y que llevan poco tiempo, pero que está enamorada. “Enamorada”, murmuro entre dientes, pero no sé muy bien que decirle, así que me quedo un rato en silencio. Intento decidir si aquello me duele o si no me afecta. Y aunque parece que no siento nada, creo que en el fondo la indolencia la provocan otras cosas. Ella me lee el pensamiento y me pregunta si he dejado aquello. Y yo pienso que qué más da otra mentira a estas alturas, y le digo que lo he dejado. Ella se alegra, y a mí me da la risa. Pienso que soy un poco cabrón, y consigo contener las carcajadas.

Todavía te quiero, me dice. ¿La quería yo a ella aunque sólo fuera un poquito? Ya sabes que sí, le digo. Se despide dulcemente y cuelga. Yo paso algún tiempo escuchando los agudos pitidos del teléfono y pienso. Me vuelvo a fijar en la televisión y veo que ella sigue con las noticias, sonriendo. La veo pero no soy capaz de escucharla, y es que aquella conversación todavía sigue en mi cabeza, con su voz rebotando dentro de mí.

Que nunca llame más.

jueves, 26 de julio de 2012

Desde aquella habitación.







Me cogió de la mano y me ayudó a subir las escaleras hasta su piso. Ella sonreía cada vez que nuestros ojos se cruzaban, unas décimas de segundo, antes de que desviara su mirada para buscar las llaves o para ver dónde quedaba el siguiente escalón. Un par de pisos debajo del suyo me detuve y quise hablarle, pero solo pude balbucear que iba drogado. Y era cierto, todavía podía sentir aquello que me había metido correr por mi cuerpo. Sonrió dulcemente y me dijo que no le importaba. Era una buena persona, quizá demasiado buena. Me pregunté cuántos hombres habrían hecho ese mismo recorrido aprovechándose de esa bondad y esa dulzura tan inocente que siempre la acompañaba.

Abrió la puerta del piso y entré tras ella. La casa era antigua y pequeña, llena de libros y muy ordenada, como si todos los días dedicara un par de horas a revisar obsesivamente cada rincón buscando algo fuera de lugar. Apostaría que aquel ritual no era más que una simple distracción para ahogar un poco la soledad en la que vivía. Apostaría y ganaría, porque conocía bien todos esos trucos de quien vive sumido en la monotonía de la soledad.

Se giró y vio que me había quedado anonadado, con la mirada perdida hacia el cristal de una ventana. A través de ella podía ver como las luces de la ciudad se extendían colina abajo, hasta perderse en el mar y, más al fondo, en la oscura y amenazante montaña. Era de noche y el cristal se estaba empañando por el frío y la humedad del exterior. No sabía lo que estaba viendo, estaba desorientado, las luces parecían moverse. Todo aquello me suscitó terror, pero alcancé distinguir el puerto y los grandes barcos cargados de contenedores, y recordé que aquella era mi ciudad y me sentí cómodo en aquel terror.

Vino hacia donde estaba parado y tiró de mi mano hasta su cuarto. Cerró la puerta y comenzó a desnudarme. Me quitó la camisa y me empujó hacia atrás haciéndome caer sobre la cama. Suspiré al sentir la comodidad de aquel colchón y las drogas me hicieron creer que mi cuerpo se hundía en aquella delicada superficie. Se sentó sobre mis muslos y se deshizo de aquel vestido gris. Su piel nívea brillaba a la luz de las farolas que conseguía, a duras penas, colarse por la ventana, y quise tocar aquel resplandor. Alargué mis manos y recorrí su cuerpo. Ella se deshizo del sujetador y vi sus maravillosos pechos caer hasta entrar en contacto con mi cuerpo mientras comenzaba a besarme. La apreté contra mí para sentir su calor, pero ella se deshizo fácilmente de mis brazos y descendió por mi cuerpo a desabrocharme el pantalón.

Cuando me quise dar cuenta, me había bajado los vaqueros y los calzoncillos, y había empezado a chupar. Me estremecí y cerré los ojos. Gemí del más puro placer y la miré, viendo sus ojos brillar como si fueran dos auténticos diamantes. Estaba llorando. Ella creía que no la iba a ver, que estaba demasiado ido como para darme cuenta, pero la vi. Y comprendí con brutal claridad toda la soledad que la asolaba.

Me incorporé y la alcancé con mis brazos. Tiré de ella hacia mí y la abracé con todas mis fuerzas apretándola contra mi cuerpo. Maldije a todos esos cerdos que no habían tenido reparos en follársela para desaparecer a la mañana siguiente. Hijos de puta. Cada uno de esos imbéciles habían contribuido a destrozarla un poco más. Ella no lo merecía, era la última persona de este mundo que merecía algo así. Deseé arrancarles la piel a tiras a cada uno de ellos y aumentar el dolor de sus miserables vidas.

La oí sollozar y froté mi mejilla con su pelo, al tiempo que la abrazaba un poco más fuerte. Traté de darle el poco calor que me quedaba. Al fin y al cabo, ella lo merecía más que yo. Suspiró y se secó las lágrimas. Se dio cuenta de que la estaba mirando y al instante sus mejillas se enrojecieron, sonriendo igual que una niñita que se muere de vergüenza. Se sintió culpable consigo misma tras haberse derrumbado de aquella forma ante mí. Le susurré dulcemente que no pasaba nada, que estuviera tranquila, y la dejé dormir sobre mi cuerpo. La ternura y el cariño que sentí mientras ella dormía con la mejilla apoyada sobre mi pecho fue lo más parecido al amor que alguien había sentido por ella y, probablemente, que alguien jamás iba a sentir.

Pasé la noche mirándola, pensando en ella y pensando en mí. Pensando en qué cojones estaba haciendo con mi vida. La cocaína se había clavado en mi cerebro y no me dejaba conciliar el sueño. Por el cristal empezó a filtrarse la luz del amanecer y sentí que era hora de largarse de allí. La aparté suavemente y la besé en los labios. Me vestí y me volví para verla una vez más. La llamaría luego, supuse. Y me vi a mí mismo como otro más de esos gilipollas a los que deseaba ver sufrir, pero, joder, en ese momento hubiera entregado mi vida porque ella fuera feliz.



Ya no sé si con esta lluvia eterna
no me habré acostumbrado a la humedad.

domingo, 15 de julio de 2012

Podría acostumbrarme a esto.






Al calor de una vieja estufa y bajo una manta a cuadros paso los días de invierno en la casa azul.Ya no sé si es viernes o sábado, ya no recuerdo como era el sol, porque en esta ciudad del norte dice la gente que llueve eternamente. Y a duras penas logro mantenerme entero, escuchando los mismos discos una y otra vez, intentado recordar por qué estoy así y acordándome demasiado bien.

El pasillo se me antoja kilométrico y la cocina parece estar al otro lado del mundo. Consigo llegar tambaleándome y casi a tientas busco entre los cajones alguna botella de algo lo suficientemente fuerte como para matarme un poco más por dentro, pero solo encuentro whisky, que al probarlo se me antoja agua y ya ni me abrasa la garganta. Me asomo a una ventana y la luz me duele en los ojos, sin embargo, llueve y el día es oscuro. No hay luz, pero me abraso. Me quemo en la oscuridad. Me muero.

Aturdido, vuelvo al lado de la estufa y me refugio bajo la manta tratando de conservar el poco calor que me queda, y al alargar la mano hasta la botella percibo unas manchas oscuras en la manga del jersey, y recuerdo las agujas al lado del televisor, y el polvo blanco y el marrón. Recuerdo el veneno avanzando por mis venas hasta mi sistema nervioso central. Y nadie llama a la puerta, y una lágrima me cae por la mejilla. Y otra la sigue. Y nadie las seca.


La vida solo se explica en la muerte y la gente se mata porque, como prescribía Michel Houellebecq, simplemente vivir es un asco. Así que, por qué no entregarse a la droga perfecta, a la heroína que suspende la vida y nos trae la paz en el jardín de la duermevela.




viernes, 6 de julio de 2012

Volver a casa.




Recostado en uno de los asientos traseros de aquella furgoneta, con el bajo sobre mí cuerpo, no puedo evitar mirar fijamente las montañas nevadas que me recuerdan lo lejos que estoy de casa. Llevamos cientos de kilómetros en silencio, alguno de mis compañeros duerme, pero la mayoría miran por la ventanilla hacia las montañas o hacia el cielo gris. Pensando, quizá, en tardes de café, en personas lejanas o preguntándose si todo podría ser diferente. O, quizá, el que piensa todo eso sea yo.

Siento la madera en mis manos y toco cuatro notas, sin pensar, sin mirar, que se pierden para siempre, y vuelvo a tocar otras cuatro notas sin desviar la mirada de la nieve de las montañas. Faltan un par de horas para llegar a otro lugar, a otra ciudad. Es demasiado tiempo ya lejos de todo. ¿Qué estarás haciendo?, ¿pensarás en mí?.

Y suspiro una vez más, hay muchas cosas en mi cabeza. Demasiadas. Y todas lejos de mis manos. ¿Es en verdad ésto algo tan bueno?, ¿era en verdad aquello algo mejor?. Noto una vibración en los pantalones. Saco el móvil y veo que alguien se acuerda de mí. Y no puedo evitar sonreír al leer un te quiero escrito en la pantalla. Te acuerdas de mí...




Sácame de aquí, quiero volver a casa
y sentir el calor de cuerpos y miradas.
Tus ojos me hacen grande, sentirme importante.
No soy lo que era, soy solo lo que tú me haces ser.



domingo, 24 de junio de 2012

Vous et moi.




Miré mi reflejo dentro del agua y no acerté a adivinar qué era hombre y qué era nada, qué era carne y qué era sombra. En aquel momento todo aquello me pareció lo mismo, y estaba cerca de serlo, pero me resigné al ver que las ondas del agua difuminaban cualquier rastro de mi ser. Los peces tenían hambre y subían con fuerza a la superficie rompiendo la monotonía del estanque, buscando las migas de pan que les tirabas desde la orilla. Te busqué con la mirada y allí te vi, sobre un fondo de árboles más grises que verdes, contagiados por las nubes amenazantes, ajena a todo lo que no fueran aquellos peces. Con los ojos fijos sobre la superficie del agua y una sonrisa extraña, propia de una niña que no sonríe de felicidad.


Y aunque no supe quererte,
en días como hoy a veces pienso en ti.
No creas que cometiste un error,
como ya dije, no eras tan fuerte. 


Y dime qué ves
cuando ves tu reflejo
dentro del agua.



sábado, 16 de junio de 2012

Azul fuerte.



                                                                                                   Pont des brumes.


Es tanto lo que te hace grande, que todavía hoy, justo tres meses después, vuelvo a recordar aquella noche fría, en el río. Donde cruzamos puentes y donde hablamos de Copenhague, y de sus canales; y donde me juraste que serías mi escudo humano y me protegerías del tiempo, incluso del hombre del saco si se acercara demasiado. Y tus labios me susurrarán "maldita dulzura la tuya", y yo seré valiente y contestaré que no, que maldita dulzura la nuestra.


Ya huele a tormenta, rechinan veletas mas tú, tú me puedes salvar.

viernes, 18 de mayo de 2012

Iniciales desordenadas.



La potencia infinita de nuestro ensoñar, que supera invisiblemente a la aparente distorsión de voluntades.






Y nos derretíamos sobre la arena, muriendo de calor, sin dejar de mirarnos. Recorrí tantas veces tu cuerpo que conseguí aprenderme cada curva y cada lunar, hasta el punto de sentirme capaz de escribir un libro de cada uno de ellos. Me perdí en tus caderas y me encontraste en tus ojos, de un azul más azul que el mar, más intensos que la propia vida. Deseé poder parar el tiempo y quedarme allí para la eternidad.

Casi sin darme cuenta te acercaste, lo suficiente como para susurrarme al oído "síguememon amour", y sentir tus labios casi dentro mí, rozando mi existencia. Aturdido, noté una suave presión en mi mano y cuando me quise dar cuenta, tirabas de mí hacia el mar, percibiendo la más absoluta felicidad al ver tu sonrisa cuando te girabas a mirarme.

Y me quedó claro que yo estaba en tus manos cuando nos fuímos mar adentro y, con el agua al cuello, me volví, te miré y tú dijiste “te podría matar y no se iba a enterar nadie”. Y sonreíste, y me abrazaste. Y yo estaba seguro de que nada podría separarnos.


Sin querer tú me miras y algo recorre mi espina dorsal.

martes, 24 de abril de 2012

No es tan raro, al fin y al cabo.

Como los erizos, ya sabéis, los hombres un día sintieron su frío. Y quisieron compartirlo. Entonces inventaron el amor. El resultado fue, ya sabéis, como en los erizos.



 En un día muy helado, un grupo de erizos que se encuentran cerca sienten simultáneamente gran necesidad de calor. Para satisfacer su necesidad, buscan la proximidad corporal de los otros, pero mientras más se acercan, más dolor causan las púas del cuerpo del erizo vecino. Sin embargo, debido a que el alejarse va acompañado de la sensación de frío, se ven obligados a ir cambiando la distancia hasta que encuentran la separación óptima (la más soportable).

La idea que esta parábola quiere transmitir es que cuanto más cercana sea la relación entre dos seres, más probable será que se puedan hacer daño el uno al otro, al tiempo que, cuanto más lejana sea su relación, tanto más probable es que mueran de frío.

Hicimos el amor, una vez que sentimos el frío, y el resultado fue, ya lo ves, como en los erizos.

martes, 27 de marzo de 2012

Puedo estar mejor.




Aquello no estuvo tan mal, pero no podía durar. Ahora dicen que estoy mucho mejor, paso el día en modo off. Alguien me engañó, me prometió que esto era mejor, y ahora me arrepiento de haber dejado aquello. Pero vuelve a mi cabeza el ruido de la televisión, me anestesio y dejo de pensar, tan solo puede que cambie de canal.

Veo pasar las cosas muy despacio en este nuevo estado. Pero no me gusta nada, me siento entumecido y a veces asustado. Cinco años atrás, lo otro era divertido.

Y desde el pasillo oigo a mi mujer, dice que arregle la estantería de una puta vez. Echo de menos aquello y creo que tomaré un poco más, tengo un buen contacto, él me ayudará.


Se despierta,
va descalza al comedor,
él le abraza,
un abrazo de esos que le hacen reír.

No apetece cocinar,
mejor dormir.

jueves, 22 de marzo de 2012

Autoayuda.

Día uno en pie, comienzo a andar, he de aguantar, lo puedo hacer. El día dos avanza hasta el final y llega el día tres, lo vuelvo a estropear.


Y ahora siento que pierdo el control
sobre todo lo que creía mío.
Pero desde el momento en que te pude tener
ya solía sentir que te había perdido,
y ahora todo amenaza con volverse real.
Yo sé que los dos sentimos lo mismo,
sólo estamos en sitios distintos,
sólo estamos en sitios distintos.
Y no, ni en cien vidas más
lograría entender
uno solo de estos últimos días.


N.V. x2

lunes, 19 de marzo de 2012

It's always a relief to see you again.

Esta mañana me he despertado tarde, muy tarde, y a pesar de haber dormido casi doce horas, seguía cansado. He estado unos minutos mirando el techo del cuarto hasta que poco a poco me he ido acordando de todo, del día más frío de la historia, del día más triste... y de aquel primer abrazo.

En ocasiones todavía me pregunto si fue un sueño, porque me cuesta creer que la realidad fuese tan perfecta como lo fueron todos esos momentos. Incluso los que duelen, porque si duelen, es por algo. Si no nos doliera la despedida, significaría que somos dos personas más. Pero no, nos duele, y es que ésto es muy especial.

Parece que sí. Las fotos dicen que todo fue real, que todo ocurrió. Y además, la marca que dejaste en mi corazón es testigo mudo de todo lo que vivimos nosotros dos.

Y lo que nos queda por vivir.


Y cada día por la mañana,
venías a casa sin hacer ruido
y te acurrucabas en la cama
junto a mí.

martes, 6 de marzo de 2012

Así, no.



Lo he pensado muchas veces, pero nunca me he atrevido a hacerlo. Puede que sea porque tal vez no soy tan valiente como presumo ser, o porque, conforme van pasando los años, uno se da cuenta de las cosas que son especiales y hay que cuidar, y de las no son más que insignificantes pérdidas de tiempo pasajeras. Y, aunque hace tiempo que me di cuenta de que soy un farsante, creo que esta vez se trata de lo segundo. Y no hago nada porque tengo miedo de tocar algo y que todo se venga abajo.

Esta mañana estuve comentándoselo a alguien. Realmente soy incapaz de recordar quien era, pues llevo un tiempo más allí que aquí. Le dije que si algo funciona, ¿para qué vas a cambiarlo?. Pero no sé si ésto funciona ya, y las dudas me asaltan una noche más.

Ojalá un día de estos un coche me lleve por delante y me quede en coma un par de meses. Así podría descansar un poco y, tal vez, si sobrevivo, empezar todo desde cero. Pero por ahora controlaré mis instintos semi-suicidas y me quedaré en la acera cuando el semáforo esté en rojo, porque, aunque os cueste creerlo -incluso a mí me cuesta creerlo a veces-, hay gente que lo pasaría mal si me hiciesen daño.

Guárdame dentro un sitio,
necesitaré cariño,
cuando vuelva de luchar con los demás.

domingo, 26 de febrero de 2012

¿No te parece fantástico?.

Nunca te mentí, pero a veces no te dije la verdad. Gracias a eso todavía tengo el número de un buen contacto, y creo que le voy a llamar. Tal vez así pueda olvidar que te necesito, tal vez así pueda descansar un poco. La casa está vacía. A veces, entre alucinaciones, creo oír el timbre pero no soy capaz de levantarme de la cama. No hay nada en la nevera y la última persona que cruzó la puerta fuiste tú.

Duermo casi todo el día pero aún así siempre tengo sueño, como un enfermo. Y como un enfermo a penas me levanto de la cama. El sol cruza por la ventana y, de vez en cuando, todavía te busco entre las sombras del cuarto.

La gran diferencia entre nosotros dos es que tú necesitas a alguien que te cuide y te de calor y cariño, y que yo solo necesito alcohol en casa. Pero los dos estamos de suerte, porque a mí me gusta protegerte y porque las tiendas están llenas de botellas de whisky.

domingo, 19 de febrero de 2012

El científico triste.



Si me preguntas por qué te quiero tanto, te puedo responder que, en aquel primer momento, se activaron los mismos sitios cerebrales que también actúan cuando tengo miedo. De esta forma, el ámbito inconsciente de mi cerebro es el responsable de la excitación que siento al estar contigo, el que hace que te vea con el filtro de la perfección. Es decir, que, para mí, eres perfecta.

Al mismo tiempo, en los centros de placer de mi cerebro, comenzó la liberación de la hormona del placer, la dopamina. Una hormona que no es ni más ni menos que una droga, que se activa en tu presencia y, como todas las drogas, produce adicción. Por eso, sin ti, me ahogo en un estado de necesidad, "el mono", que solo se calma cuando tú estás.

Así estuvimos entre seis y dieciocho meses. Un período en el que, al ir todo bien, se consumó el amor en la cama, y el orgasmo produjo la liberación de la oxitocina. Una hormona que alimentó la responsabilidad que siento de protegerte a ti y a nuestra descendencia. Y aunque los métodos anticonceptivos engañaron a nuestro cerebro, sigo sintiendo esa necesidad de seguir protegiéndote por mucho tiempo.



Y una y otra vez
la fórmula no podía fallar
pero faltaba algo más.
Había ciertos datos que no coincidían
y dijo que ya no podía seguir.

lunes, 13 de febrero de 2012

Demasiado real para mí.

Conocí a un chico que era alérgico al polen y al polvo y al serrín y al humo provocado por combustión de carburantes y a las ensaladas y a los gatos y a las ballenas y a las fibras sintéticas y a uno de cada dos medicamentos. Era uno de esos chicos que no hablan con nadie. Parecía uno de los que viven en campanas de cristal, pero era alérgico a las campanas de cristal, así que tenía que enfrentarse con todas sus alergias. Llevaba sus alergias encima como un viajante de comercio lleva sus maletas. Demostró legalmente que era alérgico a sus padres, así que sus padres tuvieron que darle una pensión vitalicia sin disfrutar a cambio del consuelo de agujerear sus zapatos con sus propias desgracias, además él ni siquiera llevaba zapatos porque era alérgico a la piel y al caucho. Le hicieron unos zapatos de madera pero a él le pareció que era como andar con dos ataúdes chiquitos en los pies, así que los tiró por la ventana. Una chica que pasaba por la calle recogió los zapatos, y como nunca había visto unos zapatos tan raros subió a ver de quien eran. El chico abrió la puerta y la chica entró, los dos se miraron un rato y los dos eran guapos, y los dos llevaban solos demasiado tiempo, así que se abrazaron un poco a ver que pasaba y resultó que la chica iba vestida con fibras sintéticas y tenía ojos de gato, y estaba gorda como una ballena y tenía polen en el pelo y serrín en el cerebro y antibióticos en los dedos y ensalada en la falda y un motor de explosión que le ayudaba a subir las escaleras. El chico se murió con una estúpida y gigante sonrisa de felicidad en la cara.

Cuando me desperté estaba seguro que podía aprender algo de ese sueño pero no sabía qué coño podría ser.


Héroes. Ray Loriga.



Al final parece que sirvo para algo, parece que soy un buen constructor. Concretamente se me da bastante bien construir muros, sobre todo de hielo. A través de mi experiencia, puedo garantizar la resistencia y aislamiento de mis muros de hielo contra casi todo: huracanes, terremotos, el frío más intenso y hasta contra el noventa y nueve coma nueve por ciento de las personas de este mundo, lo que en teoría, si tenemos en cuenta que somos siete mil millones de personas, suponen seiscientas noventa y nueve personas más de las que realmente pueden traspasar el muro.

domingo, 5 de febrero de 2012

Casi todo son señales.

No se cansa de jurar que ella es diferente. Le gusta mentir, y lo hace muy bien, pero ya es mucho tiempo y me aprendí todos sus trucos. Ella apoya su cabeza sobre mi pecho, su pelo me roza las mejillas y sé que no hay ningún lugar mejor que a su lado. Me dice que me quiere, me miente, y yo le sigo el juego diciéndole que la quiero. Así está tranquila y yo disfruto de su calor, de sus labios y no me quedo solo los días más fríos.

A veces se incorpora y despega su cabeza de mi pecho para mirarme fijamente, y me sonríe sin despegar los labios mientras veo sus ojos increíbles mirarme con aires felinos. Y, en ese preciso momento, sé que me va a besar, y lo hace y creo que la quiero en realidad. Pero hace tiempo aprendí que yo no me puedo enamorar; a pesar de que hay días que creo que sí, en el fondo sé que no sabría quererla de verdad.

Y seguimos con lo nuestro, esperando algún simple giro del destino.



Y otra noche más tú querrás soñar
pero la más pura soledad
no se cura con champán y cocaína.

sábado, 28 de enero de 2012

Selon les loups.




Esos edificios de los que solo queda en pie la fachada tras un bombardeo, mientras su interior es un gran vacío con escombros en el fondo. Y personas que se parecen a esos edificios. Personas que deberían pensar en otras personas que intentan apagar el fuego, como los bomberos de la fotografía.


Hoy de nuevo cerraremos los ojos, deseando con devoción, una nueva noche ártica y del negro más puro, no como el de la oscuridad sino como el del ébano.