jueves, 11 de octubre de 2018

Cielo del norte.

"Ahora que he vuelto a oír tu voz, ya solo me queda volver a ver tus ojos". 

Después de pronunciar aquello noté un risa leve y dulce al otro lado del teléfono e imaginé una sonrisa de iguales magnitudes dibujada en tus labios. Resolviste el tema con tu clásico "anda ya" y entonces el que sonreía era yo. Después de un silencio expectante nos despedimos y nos emplazamos una última vez a nuestro ansiado encuentro que habría de producirse unas semanas más tarde en la ciudad en la que había empezado todo. La ciudad donde transcurría la mayor parte de aquellos libros que tanto nos habían marcado a ambos: la ciudad del cementerio de los libros olvidados.

Los días fueron pasando y la rutina seguía siendo ineludible. El paso de los días no dolía tanto cuando significaba estar más cerca de volver a abrazarte. Era fácil acabar soñando contigo cuando lo último que veía antes de dormir en la mesilla de noche era alguno de aquellos libros y tus cartas que unas horas antes había releído por enésima vez. En aquellos sueños caminábamos juntos, hablábamos y estábamos juntos todo el tiempo. El perfume que alguna vez había impregnado aquellas cartas flotaba en el ambiente. Lo único malo era despertar sin ti y que aquellas cosas ocurrieran con más frecuencia estando dormido que despierto. El día que íbamos a vernos desperté y salté como un resorte de mi cama, espoleado al pensar que quedaban pocas horas para que cogieses tu tren y que en solo unas pocas más yo partiría hacia aquella ciudad desde otro lugar para acabar encontrándonos al final.

Pasé aquella mañana haciendo algún último recado y al regresar a casa solo tuve que enfundarme un abrigo más grueso que habría de protegerme del frío de aquella ciudad norteña. Recorrí los centenares de kilómetros que me separaban de las calles que nos habíamos propuesto recorrer sin poder pensar en otra cosa, con los nervios a flor de piel conforme aparecían y desaparecían las señales que juraban que ya solo quedaban unas horas y después unos minutos para llegar. Miraba a mi alrededor buscando algún tren dirigiéndose a la ciudad pensando si sería el tuyo e imaginándote protegida tras un cristal, con tus ojos y tu rostro reflejándose en él mientras contemplabas el horizonte.

Barcelona me recibió sumida en su rutina de automóviles y transeúntes embutidos en sus abrigos como hormigas desplazándose aquí y allá. A mi alrededor se abrían avenidas inmensas flanqueadas por edificios con más historia de que la podía asimilar en los escasos segundos que duraban sus siluetas en mis retinas. Aparqué el coche y al salir al exterior me recibió un viento frío que, combinado con el agarrotamiento de las piernas, me hizo titubear. Sentí que había subestimado el invierno barcelonés y pensé seriamente en buscar cualquier tienda de abrigos, pero la hora de llegada de tu tren se acercaba y no me perdonaría no estar allí para entonces así que me encaminé hacia la estación de Francia deseando que el movimiento calmase aquella sensación en el cuerpo.

Pero no fue el movimiento sino los nervios los que me hicieron entrar en calor, o al menos olvidar aquella sensación. Tu tren llegaba con retraso y mientras pensaba que tenía que haber ido a la tienda comenzaste a descender los escalones de la estación ágil y segura, pero sin prisa, como si no llevara casi media hora esperándote. Habían volado dos cigarrillos y estaba a punto de sacar el tercero pero lo olvidé porque ahora ya me podía concentrar en observarte y en contar los segundos hasta que nos abrazáramos. Llevabas un abrigo azul, un azul casi eléctrico, y más abajo me fijé en tus piernas bajo unos pantalones negros que descendían hasta acabar en unas botas que pisaban con suavidad el cemento de la calle. Me despegué de la pared y di unos tímidos pasos hacia ti sin atreverme a despegar mis labios. "¿No vas a decirme nada?", me dijiste con una media sonrisa que me puso aún más nervioso mientras volvía a sentir que llevas mejor los reencuentros que yo. "Pues que te echado mucho de menos, norteña", acerté a decir yo mientras mis pasos se iban haciendo más cortos conforme nos acercábamos. Lo siguiente que sentí fue tu cuerpo junto al mío y ese abrazo deseado durante tanto tiempo que indicaba que ya se había parado el mundo y que poco más importaba más allá de lo que alcanzábamos a ver, que en mi caso entonces no era más que tu melena acariciando mi cara.

Había vuelto a ver tus ojos y a recordar aquel color azul. Si solo hubiesen podido ser cinco minutos igualmente me habrían bastado para volver a poder recordarlos durante años y para pensar que por ahí en el mundo siguen habiendo cosas que merecen la pena, algo a lo que agarrarse en esos días en los que solo quieres desaparecer. Pero ya habían pasado más de cinco minutos y seguías ahí. No te habías volatilizado como Óscar pensaba que en cualquier momento le ocurriría a Marina. Todavía muy cerca pude comprobar que todo seguía igual: tu sonrisa delicada y tu labio inferior con esa curva perfecta, tu piel blanca y tu melena que a la luz del sol de invierno brillaba con un color parecido al de la miel. También seguía ese acento que me volvía loco en tu voz y el sarcasmo dulce en tus palabras constatando una vez mi cara de idiota.

Decidimos que ya era hora de ponerse en marcha y nos encaminamos hacia el centro de la ciudad. Bajamos en dirección a las Ramblas y torcimos hacia el paseo marítimo. A lo lejos empezaba a divisarse Montjuïc y el teleférico que ascendía casi desde las mismas aguas. Tu querías ver el mar y yo me estaba muriendo de frío pero era imposible no sonreír al verte distraída con las olas que llegaban al puerto. No podía decir nada.

- Te estás muriendo de frío, ¿no?- me dijiste al darte cuenta de que llevaba cinco minutos sin hablar.
- Así es, norteña- confesé.
-¿Y por qué no me lo has dicho?- preguntaste.
- Pues porque ya sabes que me gusta hacerme el duro.
- Y porque eres idiota.
- Y porque soy idiota.

Nos refugiamos unos minutos más tarde en un café del barrio Gótico. Al fondo las paredes rebosaban de baldas llenas de libros y en medio varios butacones confirmaban que aquel sería el lugar donde pasaría muchas tardes si viviese en aquella ciudad. Casi podíamos imaginarnos a David, a Isabella o a Daniel pasando tardes lluviosas en aquel café. Yo podía imaginarte también cobijada entre aquellas paredes, ajena a la tediosa rutina del exterior. Pero por suerte, sin acabar de creérmelo del todo, tu atención no era para ningún libro sino para mí. Tomando asiento al otro lado de una pequeña mesa, de un tamaño poco más que suficiente para albergar dos cafés al mismo tiempo, te deshiciste del abrigo y dejaste ver un jersey blanco que te marcaba los hombros y las clavículas. "Sabía que te iba a gustar, por eso me lo he puesto, sureño", dijiste adivinando mis pensamientos mientras yo me ponía rojo. Fue el momento de ponernos al día, aunque a veces nos quedábamos mirando el uno al otro en silencio durante minutos. Alguna cosa había cambiado respecto a años atrás, y es que ahora era bastante capaz de aguantarte la mirada. Pensé que entre nosotros había algo que, por mucho que se pudiera estropear en alguna ocasión, siempre se podía arreglar con un par de cafés y un abrazo. Simplemente con vernos y estar un rato juntos. Me alivió saber que aún nos quedaba ese as en la manga. 

Unas horas después, cuando salimos de aquel lugar, el sol se había esfumado y unas nubes amenazantes se habían apropiado del cielo barcelonés. El frío se dejaba notar otra vez con fuerza y el aliento se transformaba en vaho al salir al exterior, pero pensé que aquella atmósfera era la más adecuada para los edificios grises y misteriosos que poblaban aquel barrio. Seguimos caminando, cada vez más juntos, hasta que las primeras gotas hicieron acto de presencia. La débil llovizna inicial fue aumentando su intensidad, transformándose en una densa cortina de agua que hizo que pasear fuera poco a poco más impracticable. Terminamos corriendo por las calles sin apenas mirar si venían coches. Acabamos llegando al portal de nuestro alojamiento cinco minutos después de que la lluvia empezara arreciar con fuerza. Abrimos la puerta y entramos en la planta baja tratando de recobrar el aliento tras la carrera por las calles de Barcelona. Allí nos recibió el portero del edificio que nos miraba con lo que parecía una mezcla de lástima y envidia de manera simultánea. Completamos los trámites y por fin ascendimos hasta nuestra habitación deseando poder entrar en calor. Te vi fijándote en los adornos, casi excesivos, de las paredes por las que ascendía una suntuosa escalera propia de los pisos acomodados de los años veinte. La débil luz de las bombillas a penas hacia brillar la barandilla, otorgándole al interior del edificio ese aire de vejez elegante cuyos días de vino y rosas habían quedado olvidados tiempo atrás.

Nuestras miradas se encontraban cada cuatro o cinco escalones, en un ciclo que solo se detuvo al llegar al piso. Nos recibieron muebles viejos, acordes a la apariencia exterior del edificio. A pesar de que habían sido previsores, las habitaciones estaban todavía frías, sin imponerse todavía la calefacción. Me aseguré de que todo estaba en orden en la casa mientras te secabas y apartabas la ropa empapada en el cuarto de baño. Yo hice lo propio y al acabar te encontré en el salón, guarnecida bajo una manta a cuadros y acurrucada en un enorme butacón. Ya habías descubierto el mejor lugar del apartamento y desde allí contemplabas las calles de la ciudad desde el Tibidabo hasta el mar, unas calles que parecían existir solo por las miles de luces que a duras penas resistían el asedio de la lluvia y del anochecer. Todavía no había entrado en calor después de cambiarme de ropa y te pedí permiso para meterme también bajo la manta. Tú negaste como si estuviera tonto mientras te hacias levemente a un lado y levantabas la manta ofreciéndome un hueco en el butacón. Notaba el calor de tu cuerpo y sin darme cuenta tus piernas habían acabado sobre las mías. La gravedad había hecho su efecto y tu cabeza descasaba ya en mi hombro, muy cerca de mi pecho. El frío ya no existía y yo no podía dejar de mirar el color rojo de tus mejillas, tus ojos cerrados, de sentir tu respiración leve y tu pelo acariciando mi cuello. La vida debió continuar ahí fuera, al otro lado del cristal, pero a nosotros en aquel momento no nos importaba lo que sucediese en el mundo.

- ¿Crees que escribirás esto?- dijiste sin ni siquiera abrir los ojos.
- Es muy probable, norteña...
- Ya sabes que me gustaría leerlo.
- Lo leerás, lo leerás- sentencié.

Te abracé un poco más fuerte y supe que no iba a olvidar aquellos días hasta que me muriese.





Hace tiempo estoy esperando,
hace tiempo me apagué.
Hace tiempo estoy vagando
entre gente que olvidé.
Y si pudieras poner
en orden cuanto sé. 

lunes, 18 de junio de 2018

Incerteza.

He de reconocer que ya no recordaba la fascinción que me produce el hecho de que nunca conoces a nadie de verdad hasta que os miráis el uno al otro separados por dos centímetros de distancia. No es lo único que necesitas para conocer a fondo a alguien, pero lo necesitas. En esas circunstancias un rostro es totalmente diferente, hasta el punto que al abror los ojos por primera vez de probar sus labios piensas que qué ha podido pasar. En ese momento descubres nuevos matices en sus ojos, nuevos ángulos en su sonrisa y en sus mejillas, y hasta puedes adivinar lo que parece una nueva textuta en su piel. Y todo eso en unas décimas de segundo. Demasiado en tan poco tiempo. Suficiente para dejarme aturdido durante toda la noche, únicamente pudiendo pensar en eliminar de nuevo esos dos centímetros de distancia y volver a sentir el contacto de sus labios.  
Llevamos horas aquí metidos, pero juraría que solo han pasado unos minutos. Es un tópico, lo sé. No sé si es que me han hipnotizado esos ojos pero me quedaría aquí para siempre. Yo te digo que es una mierda que la cama sea tan pequeña y tú me dices que está bien, que tiene sus ventajas. Así de idiota estoy. Pero me asusta que las montañas, los ríos y los bosques de tu país queden a tres mil millones de centímetros de distancia de aquí. Aún así, estaría bien estar contigo si hay un final. Quisiera hacerlo bien. 
Ya se acaba otro día sin saber de ti y escribo estas líneas mientras recuerdo tus ojos brillando, coronando la sonrisa más amplia que te he visto nunca. También con esa sensación de no saber si volveré a verte que tenía cuando te esfumaste por tu calle camino a casa, después de aquella última sonrisa. Pienso en tu cuello, en mis labios besándolo y mis manos acariciando tu pelo. Pienso en tu sonrisa iluminada por el sol de mi tierra y en tu piel resplandeciendo en mitad de la noche y yo mirándote con cara de bobo y sin saber qué decirte. Me asusta volver a la cruel rutina que aniquilaste. Los últimos rayos de sol se despiden y otra vez me pregunto qué estarás pensando, si estarás bien, si querrás saber de mí.



No fui yo quién le robó el azul al cielo,
por favor es decir mucho con un ruego.
Abrazar de nuevo el instante
me está haciendo levitar.


sábado, 17 de febrero de 2018

Actos inexplicables.


Es sábado, es tarde. También es tu cumpleaños. Yo voy a salir y este quizá sea mi último momento de claridad antes de despertar en mitad del domingo, pero para entonces ya me encontraré sumido en la incertidumbre de no saber si en unas horas estaré en condiciones de levantarme de la cama para afrontar una nueva semana. Mis domingos se resumen en encender un cigarrillo tras otro y a cada uno de ellos pensar en que de pronto apareces y me haces elegir entre el humo o tus labios. Que yo lo voy dejando y que solo me fumo alguno de vez en cuando, en los momentos necesarios y ya está. Lo único peor que esos domingos son esos días entre semana, a última hora, antes de dormir. Instantes al borde del coma en los que, como si pudiera verme a mí mismo como un médico que examina a un paciente, soy consciente de mi derrota frente a la rutina del simple avance de los días como eslabones de una cadena. En esos momentos, con el cuerpo totalmente entumecido tanto por la sucesión de horas del día como por la anestesia, me veo a mí mismo como esa gente que ha estado muerta durante unos minutos y que al volver decía que se habían visto a ellos mismos, a los médicos y a los familiares desde el techo de la habitación del hospital.

Si tú estuvieras aquí, los domingos serían diferentes. Iríamos a pasear y yo me quedaría embobado mirándote al parar en todos los pasos de cebra. Y con todo el tiempo del mundo, no como aquella vez, quizá podríamos entrar al cine, y seguramente discutiríamos un poco a la hora de elegir la película pero contigo vería películas rodadas hace menos de diez años e incluso hasta musicales. No me importaría sacrificar la nouvelle vague y todo el cine francés. Si tú estuvieras quizá los domingos serían el mejor día de la semana. Pero no estás, y la luz del flexo ilumina de tal forma tu ausencia que hasta me duelen los ojos.

Aquello podría ser un buen plan. Mejor que volver a soñar por enésima vez que aquel sofá se hacía más pequeño, y que primero tu pelo y después tu cabeza descendían suavemente hasta mis dedos. Que cerrabas los ojos y podías imaginarte cómo a mi me daba algo al estirarte ligeramente deslizando tus cabellos sobre mi mano, y que yo no ponía esa cara de susto como si estuviera tocando el fósil más delicado de la historia de la ciencia. He soñado que me decidía a emprender el recorrido inverso al de aquella vez y que no podías dejar de sonreír mientras acariciaba tu cuello y tu hombro derecho. Deseando una de tus preguntas para poder decirte que estoy pensando en hacerte inmortal, y que para ello empezaría escribiendo un libro sobre tu piel, con minuciosas descripciones, para que hoy se estudiase en los manuales de geografía junto a los mapas de los exploradores del siglo XIX.

Todavía no he decidido si le dedicaría un capítulo a cada curva de tu cuerpo o a cada hueso marcándose sobre la superficie de la piel. Tampoco he decidido si describir cada matiz de tu pelo durante los trescientos sesenta y cinco días del año siguiendo las estaciones o analizarlos en función de la luz del lugar, desde los días nublados en la montaña, los días de verano frente al mar o los anocheceres cuando el sol adquiere el mismo color de tus cabellos. Cuando acabe todo eso pienso recopilar los poemas que he escrito sobre tus ojos, para que puedas leerte uno cada noche antes de dormir. He escrito uno sobre ellos cuando estás alegre, sobre su brillo cuando no hay nada que te preocupe y sientes que el tiempo pasa ligero. También he descrito cada matiz de cada color que veo en ellos cuando hay algo que no te deja tranquila, cuando estás triste y tu mirada se pierde en cualquier lado. Tendrás todo aquello y también te grabaré un CD con todas las canciones que he compuesto y que hablan de nosotros, tan largo como el 'Cajas de música difíciles de parar'.

Mientras escribo estas líneas escucho las primeras gotas golpear la persiana de la ventana de mi habitación. Ha comenzado a llover y diría que la temperatura ha bajado cinco grados en un momento. Parece que el domingo se ha adelantado unas horas y yo sopeso la idea de atrincherarme en esta casa. Simplemente espero que esta noche duermas calentita.

Feliz cumple.






Aunque la distancia puede ser insalvable 
o estar compuesta de amargura,
hay una esperanza,
que por ser es pequeña, confusa
pero existe en mi cabeza 
y por eso es intocable.

Un pensamiento, la calma, una escena,
morirme en tus pechos.
Una ilusión, no dejar que se vaya tu voz. 
Que es quien me dice...
me dice...

lunes, 8 de enero de 2018

Plan quinquenal.


Esta noche tengo una buena excusa para robarme unas horas de sueño. Las voy a canjear por la oportunidad de construir con palabras un recuerdo de lo que pasaba por mi cabeza en este día. Me siento mejor si sé que las cosas quedan en algún sitio y no únicamente en mis recuerdos, o en los nuestros, a merced del tiempo y de que nuestro instinto de supervivencia vaya poco a poco difuminando todo lo que compartimos. He bebido un poco y he fumado un poco más. Pero es parte de la celebración, porque mañana empieza un enésimo intento de reflotar el barco. 

Necesitaré una gran movilización que contrastará con esa facilidad para desaparecer que pareces exhibir. Reuniré provisiones para sobrevivir mientras allí tú vives y creces y yo me retraigo al amoniaco del carrete Kodak y a la tinta de algunos viejos papeles, todo olvidado en algún cajón. Aquí saldré a pasear por las tardes y evitaré ciertos lugares porque no soportaría volver a ellos sin ti. Me cobijaré en mi hogar y dejaré de existir más allá de las últimas calles. Si las cosas van bien me permitiré sonreír cada vez que salga el nombre de esta ciudad en las noticias, imaginando que tú también las has visto y que te acuerdas de mí. Pasarán los meses y me gastaré el sueldo en cigarrillos. Si las cosas van mal, intentar sobrevivir a los días y a las noches acortará un lustro mi esperanza de vida, pero tampoco estamos hablando de una gran tragedia si iba a pasar esos años sin ti. 




Tal vez me olvidé de que allí estaba el mar,
y entonces el mar se echó sobre nosotros.