domingo, 30 de diciembre de 2012

No vino, estaba enferma o de vacaciones.



El traqueteo de aquel viejo tren de largo recorrido acompañaba mis pensamientos la noche del treinta y uno de diciembre. A lo lejos, las luces de Turín eran ya a penas imperceptibles, perdiéndose entre los bosques y los valles que precedían a la cordillera de los Alpes. La noche se iba cerrando conforme el tren se adentraba en las montañas, y el frío ya a penas me permitía tener la ventana del compartimento abierta sin morir congelado, pero estaba decidido a consumir hasta la última gota de veneno de aquel cigarrillo.

Viena quedaba todavía lejos, a un par de días a través de vías suspendidas en el vacío sobre valles y precipicios, pero no tenía ninguna prisa por llegar. Casi siempre el viaje es mejor que el destino, y aquella vez no era una excepción, a pesar de la belleza de la capital austriaca. Mi vida no iba mucho más allá de Viena. No había planes de futuro más que la vuelta a la normalidad, y esa normalidad, salvo que ocurriese lo improbable, estaría teñida de dolor, nostalgia y soledad. Un año antes, al otro lado de Europa, juré celebrar el año nuevo sobre unas vías de ferrocarril, a su lado. Acordamos tren y vagón, viaje y vestido, whisky y cigarrillos; pero a diez minutos de la hora de nuestro encuentro, las once en punto del último día del año, estaba seguro de que ella no aparecería. Pero yo sí, yo estaría allí.

Lancé la colilla por la ventanilla, me coloqué bien la chaqueta del traje y me encaminé hasta el vagón central, en el que estaba planeada una gran fiesta de despedida de aquel turbulento año. Nada más abandonar mi compartimento fui consciente de que la fiesta ya había comenzado, pues el ruido de la música y el jolgorio de los viajeros se hacía notar desde el pasillo de aquel vagón. Atravesé vagones y compartimentos con dificultades debido al atasco que se formaba en los estrechos pasillos entre quienes huían de la fiesta buscando un poco de tranquilidad momentánea y los que deseaban llegar al núcleo de la diversión. El vagón estaba repleto: altos y borrachos alemanes, jóvenes austriacas de cabello rubio y parejas italianas de vacaciones se mezclaban con el equipo entero de rodaje de una película francesa, con el director de maestro de ceremonias; todos con sus respectivos vasos de champagne, cerveza o cualquier otra bebida rica en alcohol. Aquello era probablemente la fiesta más animada en la que había estado en varios años.

Conseguí llegar a la barra y pedir un whisky. Me di la vuelta, apoyé los codos reclinándome sobre la madera y observé todos los rincones del vagón una y mil veces buscando su rostro entre la multitud. Me detuve en cada mujer allí presente, observando una por una todas sus facciones esperando hallar su piel blanca, su pelo largo y sus ojos claros en alguna de ellas, pero allí no había rastro de aquel vestido negro que tenía grabado a fuego en lo más ardiente de mi mente, y que debía servirme de reclamo para reconocerla. Suspiré y busqué esperanza en las profundidad del whisky pensando que todavía quedaban cinco minutos para la hora convenida, y que las mujeres, las mujeres que de verdad merecen la pena, se hacen esperar.

Frente a mí, sentados cara a cara frente a una mesilla, el viejo director había retado a un joven alemán que parecía recién salido de las SS a ver quién podía beber más. Las apuestas estaban tres a uno a que el viejo perdía con el teutón, pero cualquiera debería saber que tan sólo un escritor puede beber más que un director de cine, y el alemán no tenía pinta de empuñar ninguna pluma. Aposté diez francos por el viejo francés. Siete vasos de whisky después, había ganado treinta francos tras el desmayo del alemán.

Los seres humanos pensamos más en el futuro que en el presente. Es natural y biológico en nosotros tener algo de optimismo incluso cuando sabemos que todo va a ir mal. Es algo evolutivo. Cuando sólo quedaba media hora para el fin del año y de la década, yo ya había perdido toda esperanza, pero a veces surgía ese pensamiento: "¿y si está en otro vagón?", "¿y si había tanta gente que no la he visto?". Pero no. Aquello no hacía más que destrozar mis nervios y mi cordura. El alcohol, el ruido y la ansiedad estaban empezando a agobiarme, así que decidí salir de allí.








Cinco minutos después, me encontraba apoyado sobre la barandilla del último vagón, la última pieza del tren. Un tren que no se detenía y seguía avanzando dejando atrás kilómetros y kilómetros de vías. A mi  lado, el guionista de la película miraba hacia la oscuridad de las montañas. Iba trajeado y tenía el rostro marcado con las trazas que deja el insomnio, el café, el alcohol y la literatura. La puerta se abrió y de ella surgió un hombre alto, con el pelo hacia atrás y un traje que valía una fortuna: el protagonista de la película, Jean Gabin, que se las había ingeniado para huir de las incontables admiradoras que le perseguían. Nos saludó y nos pidió permiso para compartir aquel pequeño espacio del mundo.

     - Mujeres, siempre ellas. Apuesto lo que quieran a que si estamos justo aquí, sumidos en la oscuridad al final de un tren en mitad de las montañas, es por las mujeres, - dijo el galán- por las mujeres que queremos. Estoy seguro.

El guionista y yo asentimos en silencio. Sus palabras me sentaron como puñetazos en el estómago, pero al mismo tiempo me sentí reconfortado al estar en compañía de más hombres como yo. A pesar de todo, seguía nervioso, esperando un milagro de última hora. Jean buscó entre su chaqueta un estuche del que sacó tres puros. Nos ofreció uno a cada uno, "para acabar y empezar bien el año", dijo. Pero yo no podía resignarme así, tenía que asegurarme. Le dije que aceptaba gustosamente su invitación, pero que debía hacer una cosa antes.

     - Amigo, deseo de todo corazón que no vuelva con nosotros, porque significará que tiene mejores cosas que hacer. Pero no se engañe, ella no va a estar ahí dentro - dijo el actor antes de verme desaparecer hacia el interior del vagón.

Recorrí los pasillos de aquella gran máquina lo más rápido que pude, tratando de no perder ni un sólo segundo. Tuve que detenerme un vagón antes del de la fiesta, y es que no sólo yo intentaba acceder a él. Los nervios me iban consumiendo cada vez más. Me imaginaba cruzando la puerta y descubriéndola sentada en una butaca, esperándome, enfundada en su vestido negro y sujetando una copa con una de sus delicadas manos. Tal vez con su mirada perdida pensando que no había acudido a la cita, quizá llorando... Entonces entraría yo y ella saltaría a mis brazos. Todos los hombres del vagón me envidiarían. La abrazaría con todas mis fuerzas, cerrando los ojos, y la besaría apasionadamente mientras el reloj da las doce de la noche, acaba el año y la gente brinda y es feliz. Y al cruzar la puerta y recorrer el vagón, vi que, tal vez, Jean Gabin tenía razón.





Feliz año nuevo.



lunes, 3 de diciembre de 2012

Ménage à trois.


Marceline es rubia y sus ojos son azules. Es el prototipo de chica francesa que uno imaginaría al pensar en una chica francesa. No debe tener más de veinte años y apuesto a que se ha pasado más de diez aquí. Ella me cuenta que es de Gap, un pueblecito a los pies de los Alpes, y yo le sonrío y le digo que lo conozco de haber escuchado su nombre por la radio en las retransmisiones del Tour de Francia. Ella se emociona al oír aquello. Le gusta mucho hablar de su pueblo y no disimula su excitación al hacerlo. Sus ojos se abren como pocas veces había visto, y enumera las cosas que va a hacer cuando vuelva a él. Yo le pregunto que cuándo piensa volver, y veo que ella se pone un poco triste y responde que no lo sabe. "Pues te voy a llevar yo", le digo, y se emociona y puedo ver en ella la sonrisa más bonita a este lado del Sena.

Ajena a nuestra conversación, Valèrie fuma un cigarrillo sentada sobre un viejo butacón mientras mira hacia la pared. Me pregunto en qué pensará una chica como ella: tan solitaria, tan reservada y etérea. Su pelo es negro, y su piel tan blanca lo hace parecer aún más oscuro. Sus piernas flexionadas exhiben unos muslos esbeltos, rodeados por un liguero negro, tan apetitosos que el deseo de recorrerlos con mis manos hace que me olvide de Marceline. Me imagino acercándome a ella, agachándome frente al butacón para mirarla fijamente mientras deslizo mi mano hacia arriba por la parte interior de su muslo. Sentir cómo su cálido cuerpo se tensa bajo mi tacto suave y ella gime suavemente... Quizá más tarde. Valèrie debe tener alrededor de veinticinco años y es del mismo París. Ella también tiene los ojos azules, aunque algo más claros que Marceline; grisáceos, casi.

No puedo resistir por más tiempo la tentación de tocar su piel, así que me levanto y pongo rumbo a la ventana. A medio camino me detengo a su espalda y recorro su hombro izquierdo desnudo para acabar enredando mis manos en uno de sus suaves rizos. Ella se vuelve hacia mí y me lanza una mirada que me deja helado, una mirada que no soy capaz de interpretar. Valèrie no es una niña, es toda una mujer: ha vivido y sufrido lo suyo, y su mirada triste, casi de súplica, me deja aturdido. Si Marcelline sigue siendo una cría, Valèrie es una mujer de mirada herida, con el dolor tallado en las líneas azules, grises, blancas y negras del iris de sus ojos. Unos ojos que denotan vulnerabilidad y me atraviesan como dos puñales de cristal. No puedo evitar ver en ellos, en esa piel tan blanca, en su figura de deidad griega, la sombra de otros puñales clavados en el pasado cuya herida sigue doliendo noche tras noche. Por un instante, sus recuerdos dolorosos se funden con los míos y trato de mantenerme entero y encajar lo mejor posible el golpe que me vuelven a lanzar desde la distancia.

Desvío la vista hacia la chica de Gap, que todavía continúa sentada sobre la cama envuelta en un ligero vestido amarillo perfectamente a juego con su pelo, y ella me mira como una niña confusa, y hasta algo asustada, que no tiene la más remota idea de lo que está pasando, pero que percibe que algo no va bien. Trato de refugiarme de aquella atmósfera silenciosa en la que el dolor se puede morder y tocar, y me asomo a la ventana en la que pretendo escapar. El suelo me parece apetecible, sólo sería un instante, pero no esta noche. Enciendo un cigarrillo y, hasta que no doy la primera calada, no pienso en lo bonita que está París por la noche. Las luces se extienden hasta el horizonte y la torre Eiffel se impone sobre toda nuestra existencia transmitiendo esa abrumadora sensación de superioridad sobre todo ser viviente. Pero ella es buena: sirve de guía, de referencia, y hace compañía a los parisinos. Las calles aledañas están extrañamente desiertas, y, si no fuera porque una brasa de cigarrillo arde en medio de una oscura habitación del edificio de la esquina, diría que los tres somos los únicos habitantes de la ciudad.

El aire fresco me golpea en la cara y me despeja un poco la mente, y caigo en la cuenta de que me duelen la mayor parte de mis órganos vitales. "Necesito un poco de calor", pienso y suspiro tratando de encontrar el aplomo suficiente para volver a adentrarme en la habitación. Nada ha cambiado desde que traté de huir: Valèrie sigue mirando la misma zona de la pared y Marcelline se peina sentada en el borde de la cama. Me acerco a la mesilla de noche y le doy un trago a la botella de whisky pensando que quizá mi hígado decida que sea el último. La americana me sobra y los botones de la camisa también. Marcelline me mira y se acerca a mí. Me abraza fuerte y me hace caer sobre la cama. Su cuerpo desprende calor y la ternura con la que me abraza me alivia los dolores. Confío en estar haciéndolo yo también con su cuerpo, aunque creo que esta noche le va a tocar a ella curarnos tanto a Valèrie como a mí.

Se acurruca en mi pecho, levanta la cabeza y me mira. Repta por mi cuerpo y sus labios rosáceos me besan dulcemente. Me veo afortunado al ser la persona más cercana a sus mejillas salpicadas de pecas. Nos separamos y me siento un poco mejor, pero me asalta el temor ante la posibilidad de estar amargándole la vida a una pobre muchacha. Ella me lee el pensamiento y me vuelve a besar, pero esta vez con fuerza y pasión. Mis manos recorren sus muslos, su espalda, y liberan su cuerpo de la tela del vestido. Paramos para tomar aliento y tomo conciencia del calor de su piel sobre la mía, de sus curvas apretadas contra mi cuerpo. Siento su lengua recorrer mi barbilla y continuar en mi cuello. Cierro los ojos de placer y noto el tacto de una piel más fría, la de Valèrie. Ella se sienta delicadamente sobre la cama y empiezo a acariciarla. Se tumba a mi lado y me acerco a ella mientras Marcelline sigue en mi cuello. La beso. La beso con todo el cariño que puedo encontrar, con todo el cariño que me queda. Ella se merece ser feliz, se lo merece más que yo. E intento que así sea. Intento trasmitirle el poco calor que me queda para sentirme útil haciendo que una princesa sienta que tiene un súbdito dispuesto a cualquier cosa por ella.

Y durante las próximas dos horas, nos entregamos a la depravación y al placer para tratar de olvidarnos de todo. Porque de otro modo, cómo si no íbamos a poder soportar nuestras vidas.





Y si viviera una vez más, ¿me volvería a equivocar otra vez?
Sí, no te quepa duda, hasta la locura
y hasta el dolor.