miércoles, 18 de diciembre de 2013

Hostia sentimentalmente hablando.


La escena del café fue el resumen de todo: ella más guapa que nunca, con esa tristeza en su cara realzando el color de sus labios, su pelo y sus ojos, y yo hundido en aquel cuero, pálido, como un saco de boxeo que no opone resistencia. Podría haberlo hecho, pero simplemente no tuve fuerzas. Dijo que me quería y yo supe que era verdad. Pagó los cafés, me besó y se fue.

Al llegar a casa me puse pensar en las cosas que hace la gente normal cuando recibe una hostia así. No se me ocurrieron muchas, pero lo más lógico que deduje era que debía romper todas las promesas que le había hecho. "Ya que no iba a besarla más...", pensé. Así que busqué en el último cajón de la mesilla de noche y volví a probar un poco de aquello. Una hora después pensé en ella. La imaginé desapareciendo en una esquina de la calle y encontrándome tras ella a toda la tristeza del mundo materializada en una nube gris. Pero me dio igual porque para entonces aquello ya había hecho efecto y yo ya no sentía nada.





Y pienso que hay tantas cosas por hacer
mientras escucho por la tele a Ramón Trecet.





jueves, 21 de noviembre de 2013

Es sólo una solución.


Siempre que viene las horas pasan más rápido de lo normal. Las calles, los árboles y el resto de personas del mundo pasan a un segundo plano formando parte de una película en la que yo soy el espectador y ella la actriz protagonista. Mis ojos la miran como una cámara que sigue sus pasos, deteniéndose en su pelo movido por el viento y en su vestido ondulando a cada paso. Me mira y yo trato de mantenerme serio y hacer como que la cosa no va conmigo, pero ella se da cuenta de esos pequeños gestos que no puedo evitar hacer y que reseñan que no puedo apartar mis ojos de su cuerpo. Cuando ella está conmigo mi vida es como una vieja foto Polaroid, en un permanente estado de plastificada felicidad.

Siempre que se va y me deja aquí, solo, siento un hueco tan grande en mi interior que nada puede llenarlo, y el hambre aprieta y maquinalmente busco rebanadas de pan en la cocina para hacerme algo de comer, pero nunca hay nada. Me dedico a deambular entre los pasillos sin saber muy bien qué hacer mientras pasan semanas sin saber de ella. Días después de que se haya ido vuelvo a salir con otras chicas, y pasamos un buen rato y yo creo que me enamoro de ellas, por eso cuando me dicen si las volveré a llamar yo les digo que sí. Pero al final nunca las llamo y vuelvo a quedarme agazapado en algún rincón de casa sintiendo que todo mi alrededor quiere hacerme daño y con ganas de tirarme por el balcón. Pero poco a poco voy volviendo a vivir, como un enfermo en rehabilitación, tan débil que hasta la mínima brisa con su perfume podría derribarme.





K.N. 

martes, 24 de septiembre de 2013

Miss vaquero ajustado.



Ella vive fuera, a escasos diez kilómetros en el pueblo de al lado. Es guapísima, magnética. Siempre la encontramos bailando en todos los conciertos que hay por la zona, con sus vaqueros ajustados o con la versión extra reducida de éstos para cuando aprieta el calor. Y siempre estamos nosotros: hasta arriba de cerveza y demás, anhelando un cruce de miradas y que así sepa que estamos aquí. ¿Se acordará de cuando era yo el que estaba sobre el escenario? 

Todos suspiramos por sus caderas y sus piernas esbeltas, pero nos limitamos a mirarla y observar sus curvas de vez en cuando mientras desde el escenario improvisado en la escuela del pueblo atruena el enésimo nuevo grupo de rock de la comarca. Y ahí sigue ella, y su culo increíble, tan atractivo y tan real como la posibilidad de volver a encontrarla en el próximo concierto, la semana que viene, en el que quizá consiga reunir el valor para acercarme a su lado y bailar mientras nos sonreímos en mitad del patio, en mitad de la noche.




Veo tus botas tristes y papeles pintados... 
Tiemblan, como si fuera la primera vez, como si fueras a largarte después y no quisieras.


jueves, 5 de septiembre de 2013

Valiente.


Un relámpago precede al trueno y corta el cielo en dos antes de que éste lo inunde todo con un sonido brutal, nacido de lo más profundo de la violencia del universo, hasta que desaparece varios segundos después prometiendo volver con renovadas fuerzas. Un silencio tenso se adueña de la habitación y cuando consigo acostumbrar mis oídos empiezo a percibir los latidos de tu corazón describiendo un ritmo tan rápido que me asusta. Entonces te abrazo y te hundes más en mi pecho, escondiendo tu rostro entre tu pelo y mi cuerpo como si al otro lado de la ventana el mundo fuese el peor de los infiernos y tú no quisieras verlo.

Otro trueno hace temblar el cristal y el ritual vuelve a comenzar: tiemblas, te acurrucas y te vuelvo a abrazar. Yo no dejo de mirar hacía fuera, y pienso en esa sensación de insignificancia de un hombre frente a la naturaleza. Pienso en el inabarcable tamaño de la nube que nos acecha. Pienso en nuestros antepasados, refugiados en un cueva al estallar la tormenta, temerosos y convencidos de que aquel sonido terrorífico supondrá el fin de sus vidas. Y te vuelvo a mirar y me doy cuenta de que los humanos, después de millones de años, seguimos siendo otros habitantes más del planeta a expensas de los elementos. ¿Y por qué ella tiembla de miedo aún a sabiendas de que no va a pasar nada? El temor a las tormentas es algo irracional, anclado en el inconsciente de la especie desde aquellos mismos individuos que buscaban cobijo en las cuevas. Y sin embargo, yo no tiemblo, no tengo miedo. Y eso hace que me vea a mí mismo como un tipo gris, que ya no tiene miedo a nada, ni si quiera a morir. Y doy gracias a que ella está a mi lado porque en otras circunstancias creo que sería capaz de salir ahí fuera y dejar mi vida en manos de la tormenta.

Los truenos se escuchan cada vez más cercanos y un sonido constante y uniforme anuncia que ha empezado a llover. Al minuto siguiente comienza a diluviar. Veo miles de gotas atravesar la luz de la farola de la calle y, mientras pienso que hacía tiempo que no llovía así, noto que ella se mueve a mi lado. Se aparta un poco el pelo y sus ojos se asoman a la ventana. La lluvia le gusta, le relaja. Y yo no puedo evitar sonreír al ver esos ojos, y su carita de miedo. Pero de pronto una luz ilumina hasta el último rincón de la habitación y un rayo cae prácticamente al otro lado de la calle. Consigo ver su cara extremadamente pálida por la luz justo unas décimas de segundo antes de que un trueno haga temblar todos los muebles de la habitación y casi nos tire de la cama. Siento como ella tira de mi mano y acabamos en el suelo enrollados en el edredón. La escucho llorar, de puro pánico, y me descubro el corazón latiendo más rápido de lo normal. Y me doy cuenta de que estoy vivo.



lunes, 29 de julio de 2013

Le grand bleu.




Llegar a la estación y verte saltar desde el mismo andén. Noches más largas que la muralla china, y más duras también. Entrar y salir de Nazaret a toda hostia en un Seat León. Ir bordeando el mar, tú ibas cantando aquella canción. Y es que en el fondo eran tantas cosas las que nos unían en aquellos días. Sentarse a esperar en una acera a que vuelva Julián y un policía que se cree Sonny Crocket el muy subnormal. Una nube entorno a ti, pero esa carina tan llena de paz. Un lugar que me enseñó donde hacen la mejor fideuà de todo el país.

Tantas eran las cosas que nos unían en aquellos días, y ahora tener que comprender que el tiempo tiende a corroer todo lo que toca y que hay que elegir entre el final y el después de él. Y veo tantos planes que aún nos quedaron por realizar que hoy juro que no voy a hacer nuevos proyectos, no, ni uno sólo más. Pero hay una luz, y es que eran tantas cosas que nos unían en aquellos días, y tantas que nos llevaron por separado hasta estos otros días.




Al menos la he hecho sonreír.


jueves, 13 de junio de 2013

Esa carina tan llena de paz.



Ya son setecientas cuarenta y tres noches sin ti, aproximadamente, porque entre los posibles años bisiestos y las altas horas de la noche los cálculos son tan endebles como un castillo de naipes. Ya no encuentro fotos de nosotros en los cajones, ni bragas tuyas escondidas en el armario de casa. Ni esmaltes de uñas. Todas esas cosas están guardadas en una caja que no volverás a recoger. Que acabará en un contenedor cuando me mude, o cuando otros labios me digan que me olvide de ti y tire esa basura, joder. Me hundo en el colchón y viene a mi mente algún recuerdo atemporal, de esos que salpican mi rutina cada cierto tiempo, en los que caminamos por los adoquines que ya eran viejos en la época en la que debimos vivir. Recuerdos, sueños y ficción.

Y es que he soñado tantas veces que recorremos París juntos que ya no acierto a decir si lo hemos hecho de verdad o no. He visto todas las películas de la nouvelle-vague buscando en ellas cada lugar que un día juramos recorrer, yo como un jean-paul belmondo cualquiera y tú deslumbrando como toda una jean seberg; tú vistiendo de azul como Ingrid Bergman y yo mirándote como un enamorado Humphrey Bogart. Y caminamos abrazados, tú cogida a mi brazo, y yo llevo media hora deseando besarte y todavía no he encontrado el semáforo que me permita hacerlo. Te empeñas en cruzarlos todos en rojo y no me dejas intentarlo. Un día primaveral al final del invierno, cruzamos una plaza y yo señalo algún lugar al final de la calle. Tú miras hacía allí y me deslizo hasta besar tu mejilla derecha aprovechando que estás demasiado ocupada tratando de averiguar qué cojones señala el imbécil este. Tú tan francesa y yo tan enamorado de Francia. Y ahora tan lejos de todo.








domingo, 7 de abril de 2013

Tan blanca.




No, no quiero volver a pisar el viejo callejón. Hace tanto tiempo y ya no siento nada.


Los podía sentir ahí afuera. Cientos de almas esperando a que saliese al escenario para interpretar aquellas canciones. Las mismas que llevaba tocando algunos meses ya y que a veces se incrustaban en mi mente impidiéndome dormir por las noches. A mí alrededor, la sala se mostraba fría y distante, iluminada por una luz que hacía que la estancia pareciera un quirófano. Un butacón, un mini-bar con una botella de Jack Daniels a la mitad, un armario y un lavabo con un espejo por encima eran lo único que lograba distribuirse tristemente entre aquellas paredes blancas y de apariencia aséptica. Aquello parecía un baño reconvertido a improvisado backstage, tan triste como mi cara y como mi vida

El espejo, iluminado por una semi-circunferencia de bombillas a su alrededor, reflejaba la figura de un tipo pálido y delgado, de aspecto quebradizo. Con unas ojeras imposibles de disimular. Su media melena le tapaba las facciones superiores de su rostro y ensombrecían parcialmente sus ojos, que cualquiera podía adivinar apagados y huidizos. Aquel espejo, diseñado para realzar la fuerza del artista que se pusiera frente a él, arrojaba la figura de un hombre cansado, casi decrépito, que poco tenía que ofrecer. Era yo a quien reflejaba, pero me resigné ante el cristal acostumbrado ya a mi sombra.

Llamaron a la puerta, y acerté a oír las palabras de uno de los músicos. Decía que tenía que salir ya, que era la hora. Instintivamente miré hacia el grifo y busqué con la mirada la bolsita de plástico. Mis ojos la encontraron sobre el mármol, con su contenido blanco confundiéndose con el color de la superficie del lavabo. Comencé aquel ritual que ya había mecanizado: triturar, agrupar, enrrollar y aspirar. Cerré los ojos y sentí la cocaína abrirse paso por los capilares de la nariz y distribuirse por todo mi cuerpo. Un resplandor blanquecino inundó mi mente y suspiré exhalando todo el aire que tenía dentro. Una nueva respiración trajo consigo aire nuevo, que podía adivinar más frío que cada centímetro de la pared de mi tracto respiratorio. Casi podía sentir cómo aquella sustancia accedía a mi sistema nervioso central, logrando infundir en mi cuerpo una sensación de vértigo, tan incómoda como artificial, pero a la vez vigorizante.

Al abrir los ojos, el espejo seguía reflejándome, y yo me miraba a mí mismo con tanta indiferencia como a un desconocido, con tanto asco como a un criminal. Pero la indiferencia ganó, como siempre, y yo me limité a tocarme la nariz casi obsesivamente tratando de calmar aquel picor tan típico de aquella droga como el insomnio de después. Tras asentarme otra vez en la tierra decidí que era hora de salir de aquel lugar, así que me adecenté lo mejor que pude frente al espejo y bebí un último trago de whisky, tratando que su calor me renovase las fuerzas. Hubiera preferido un guantazo de una mujer, pues ya me lo había merecido con mis actos. Dejé atrás aquella sala minúscula y avancé por un oscuro pasillo hacía los gritos que antes oía en la lejanía. Aquel murmullo era tan ajeno a mí aún tan cerca yo de él que me vi encerrado en mi cuerpo, casi pudiendo sentir el ritmo acelerado de mi corazón, señal inequívoca de la cocaína.

Al salir al escenario, la luz de los focos me cegó y avancé casi a tientas entre los instrumentos, rezando para no tropezar y así dar el concierto más corto de la historia. Saludé tímidamente al público y me dispuse a interpretar maquinalmente mis canciones durante hora y media.

Cuando me quise dar cuenta, me hallaba recorriendo aquel pasillo solitario mientras los aplausos se iban apagando tras de mí. Despertaba otra vez de aquel trance que había sido el mundo exterior. Un dolor incandescente me oprimía el pecho y amenazaba con hacerme perder el conocimiento. Me apoyé en la pared tratando de seguir en pie y cerré los ojos tratando de concentrarme en respirar. El cansancio del concierto no había ayudado a mejorar mi lamentable estado anterior, y ahora me veía luchando por desparecer de allí sin que nadie me viera.

Conseguí salir al exterior por una puerta de emergencia. Aquella noche hacía mucho frío y rápidamente comencé a tiritar. Era un callejón adyacente a la sala, mal iluminado gracias a la poca luz que venía de la calle principal. Me acerqué a la esquina lentamente, tratando de mantener el equilibrio, y acabé recostado sobre la esquina del callejón, dejándome caer hasta quedar sentado. Era incapaz de pensar en nada más que en que quería desaparecer. Desaparecer de la faz de la tierra, huir del frío y de todo.

Hundí la cabeza entre mis brazos y las rodillas y permanecí allí, así, casi media media hora. Consciente de cómo mi corazón iba bajando su ritmo y de cómo el frío empezaba a congelarme seriamente. Durante aquel tiempo escuché los pasos de la gente que iba y venía por la calle, pasando de largo, hasta que, justo en aquel momento, unos de aquellos pasos que se acaban perdiendo calle abajo no lo hicieron. Se detuvieron a medio camino y yo deseé que aquella persona se hubiera desvanecido. Una voz de mujer pronunció mi nombre. 'No puede ser', pensé.

Levanté la mirada justo para ver cómo ella llegaba hasta mí y se arrodillaba en el suelo. Acercó su cara de forma que pude ver la preocupación en sus rasgos. Y ahí estaban sus ojos, los más brillantes que lograba recordar, los que me hicieron sentir el hombre más despreciable sobre la faz de la tierra.




No nos lo perdonarán, no nos lo perdonarán. 
Será definitivo.
Será para volver contigo otra vez.

lunes, 11 de febrero de 2013

Walter Pidgeon



Me quitó el cigarrillo de los labios antes de que pudiese alcanzar mi encendedor sin dejar de mirarme fijamente, y lanzó aquel Lucky hacia una esquina de la habitación. La expresión de su rostro era casi inexistente, ligera, lo cuál bastaba para echarme en cara toda la culpa del mundo. Pude haber detenido su brazo agarrando su delicada muñeca y así evitar que se deshiciera del cigarrillo, pero preferí no hacerlo y experimentar cómo alguien me cuidaba; sentir cómo alguien se preocupaba por mi salud, por mí.

     - No fumes, anda.
     - Ya sabes que soy imperfecto, cariño.
     - Pues no fumes y no lo seas más aún.
     - Soy demasiado imperfecto. No importa serlo más porque sé que no voy a dejar de serlo menos.
     - Haz lo que quieras.

Si algo se podía decir de ella es que era capaz de dar donde más duele. Ella sabía perfectamente que yo no podría soportar la aspereza y brusquedad de aquella frase, y que esas palabras serían el punto y final de aquella escaramuza y que la harían salir victoriosa. No volví a acercar mi mano a un cigarrillo en toda la noche. Tal vez porque me bastaba con su piel, o por miedo a que se hartase de mí y se largase, o porque sabía que me iba a fumar todos los cigarrillos del mundo cuando ella se hubiese marchado de mi vida.







Con la luz apagada se piensa mejor, sobre la cama, con Cajas de música difíciles de parar sonando por la habitación y el humo atravesado por la luz de las farolas que entra por la ventana. La noche es larga pero hay muchos discos que escuchar, muchas cosas que pensar y otras tantas que olvidar. Nada más.

La oscuridad me parece lo más aceptable.