Siempre
que viene las horas pasan más rápido de lo normal. Las calles, los
árboles y el resto de personas del mundo pasan a un segundo plano
formando parte de una película en la que yo soy el espectador y ella
la actriz protagonista. Mis ojos la miran como una cámara que sigue
sus pasos, deteniéndose en su pelo movido por el viento y en su
vestido ondulando a cada paso. Me mira y yo trato de mantenerme serio
y hacer como que la cosa no va conmigo, pero ella se da cuenta de
esos pequeños gestos que no puedo evitar hacer y que reseñan que no
puedo apartar mis ojos de su cuerpo. Cuando ella está conmigo mi
vida es como una vieja foto Polaroid, en un permanente estado de
plastificada felicidad.
Siempre
que se va y me deja aquí, solo, siento un hueco tan grande en mi
interior que nada puede llenarlo, y el hambre aprieta y maquinalmente
busco rebanadas de pan en la cocina para hacerme algo de comer, pero
nunca hay nada. Me dedico a deambular entre los pasillos sin saber
muy bien qué hacer mientras pasan semanas sin saber de ella. Días
después de que se haya ido vuelvo a salir con otras chicas, y
pasamos un buen rato y yo creo que me enamoro de ellas, por eso
cuando me dicen si las volveré a llamar yo les digo que sí. Pero al
final nunca las llamo y vuelvo a quedarme agazapado en algún rincón
de casa sintiendo que todo mi alrededor quiere hacerme daño y con
ganas de tirarme por el balcón. Pero poco a poco voy volviendo a
vivir, como un enfermo en rehabilitación, tan débil que hasta la
mínima brisa con su perfume podría derribarme.
K.N.