domingo, 17 de abril de 2016

Être dans les cordes.


Es casi de noche y, con esta luz, el color de las nubes atravesadas por el sol que se oculta entre los edificios es casi idéntico al de su pelo. Entre mis dedos se consume el enésimo cigarrillo de la tarde mientras ella me cuenta que a su tía le regalaron un gato que es capaz de girar la cabeza hasta casi los 270º en cualquier dirección. Y que le tiene mucho cariño. No sé cuantas veces me lo ha contado ya, pero me da igual. Solo pienso en que ojalá también ella sea asaltada por miles de ideas fugaces como las que siento crepitar en mi cabeza cada vez que sonríe cuando le cuento algo gracioso. Casi puedo sentir cómo se disparan los potenciales de acción de las membranas de mis neuronas una y otra vez. Y, por pedir, ojalá que también sienta lo mismo que siento yo cuando veo que me me mira triste al contarle que mi vida es un desastre. Que estoy cansado y que solo descanso cuando me olvido de tener cualquier tipo de expectativa o motivación que me lleve a hacer las cosas bien hechas. Pero esta noche no quiero hablar de ello. Prefiero que sonría, y le cuento que me gustaría que el paso de los días fuese como pasar una tarde encadenando riffs de guitarra, uno detrás de otro, sin más pretensión que llenar de notas el silencio que lo inunda todo si nos descuidamos un segundo. Ella me dice que no tenga miedo del silencio, que a veces está bien. Y nos quedamos callados y yo dejo la guitarra a un lado para poder tocar con los dedos el silencio, más suave que nunca. 





Tracé un ambicioso plan,
consistía en sobrevivir.