Hace una semana era lunes y tocó otro fin del mundo más. No fue el fin del mundo de todos los lunes cuando suena el despertador a las 7 de la mañana. Fue diferente, pero fue uno más de todos los fin del mundo que hemos sufrido últimamente.
Hace una semana, el fin del mundo me tocó pasarlo a tu lado. Un poco incrédulos al principio. Resignados al final. Se nos ocurrió que era un buen día para recorrer la ciudad. Horas y horas. Un parque tras otro. Reponiendo fuerzas con unos helados italianos, los que más te gustan, según dices. Quizá los últimos.
—Merecen que les ayudemos —dijiste.
—Por todo lo que han hecho por nosotros —añadí.
Pensé que esta ciudad no está mal cuando paseo por ella contigo. Cuando encontramos un banquito alejado del tráfico, en un sitio en el que el verde de los árboles le gana la partida al negro del asfalto. A pesar de que yo vaya de negro de los pies a la cabeza. Y tú con esos vaqueros ajustados y esa blusa blanca. Tu pelo deslizándose suavemente por el viento y rozando tu cuello y tus clavículas. Tus labios apurando la última cucharadita del helado. Los míos apretados mientras te miro y pienso en acercarme un poquito a ti y probarlos mientras siguen fríos y dulces.
Y alrededor sigue siendo el fin del mundo, aunque se me haya olvidado un poco. Yo pienso que este fin del mundo es mejor que los anteriores, y que el fin del mundo no está tan mal si estás aquí conmigo.