Sabía que el restaurante te iba a encantar. Es un sitio pequeñito en la zona más bulliciosa de la ciudad. Lo suficientemente tranquilo como para ponernos al día y que no importase mucho más que lo que pasase en nuestra mesa. La cosa se puso seria cuando apareciste con aquel vestido verde. Tragué saliva y me felicité a mí mismo por haber elegido bien aquella camisa azul y mi mejor par de zapatos. Lo mínimo indispensable para aguantar en el campo de batalla.
Ahora vuelvo a casa y me van viniendo a la cabeza las líneas que ahora lees. El trayecto se demora porque me entretengo en cada esquina y en cada cruce que hay desde tu casa a la mía. Los voy saboreando como si no quisiese que acabase esa sucesión de farolas y de coches aparcados, uno detrás de otro. Y me entretengo especialmente pensando en tu portal. Pensando en ti, sobre uno de los escalones, mientras yo te miro a escasa distancia y un poquito por debajo de tus ojos. Pensando en tus labios, en tu sonrisa y en tu piel blanca. En tu cuerpo bajo ese vestido verde que no se me olvidará en lo que me queda de vida.