lunes, 3 de diciembre de 2012

Ménage à trois.


Marceline es rubia y sus ojos son azules. Es el prototipo de chica francesa que uno imaginaría al pensar en una chica francesa. No debe tener más de veinte años y apuesto a que se ha pasado más de diez aquí. Ella me cuenta que es de Gap, un pueblecito a los pies de los Alpes, y yo le sonrío y le digo que lo conozco de haber escuchado su nombre por la radio en las retransmisiones del Tour de Francia. Ella se emociona al oír aquello. Le gusta mucho hablar de su pueblo y no disimula su excitación al hacerlo. Sus ojos se abren como pocas veces había visto, y enumera las cosas que va a hacer cuando vuelva a él. Yo le pregunto que cuándo piensa volver, y veo que ella se pone un poco triste y responde que no lo sabe. "Pues te voy a llevar yo", le digo, y se emociona y puedo ver en ella la sonrisa más bonita a este lado del Sena.

Ajena a nuestra conversación, Valèrie fuma un cigarrillo sentada sobre un viejo butacón mientras mira hacia la pared. Me pregunto en qué pensará una chica como ella: tan solitaria, tan reservada y etérea. Su pelo es negro, y su piel tan blanca lo hace parecer aún más oscuro. Sus piernas flexionadas exhiben unos muslos esbeltos, rodeados por un liguero negro, tan apetitosos que el deseo de recorrerlos con mis manos hace que me olvide de Marceline. Me imagino acercándome a ella, agachándome frente al butacón para mirarla fijamente mientras deslizo mi mano hacia arriba por la parte interior de su muslo. Sentir cómo su cálido cuerpo se tensa bajo mi tacto suave y ella gime suavemente... Quizá más tarde. Valèrie debe tener alrededor de veinticinco años y es del mismo París. Ella también tiene los ojos azules, aunque algo más claros que Marceline; grisáceos, casi.

No puedo resistir por más tiempo la tentación de tocar su piel, así que me levanto y pongo rumbo a la ventana. A medio camino me detengo a su espalda y recorro su hombro izquierdo desnudo para acabar enredando mis manos en uno de sus suaves rizos. Ella se vuelve hacia mí y me lanza una mirada que me deja helado, una mirada que no soy capaz de interpretar. Valèrie no es una niña, es toda una mujer: ha vivido y sufrido lo suyo, y su mirada triste, casi de súplica, me deja aturdido. Si Marcelline sigue siendo una cría, Valèrie es una mujer de mirada herida, con el dolor tallado en las líneas azules, grises, blancas y negras del iris de sus ojos. Unos ojos que denotan vulnerabilidad y me atraviesan como dos puñales de cristal. No puedo evitar ver en ellos, en esa piel tan blanca, en su figura de deidad griega, la sombra de otros puñales clavados en el pasado cuya herida sigue doliendo noche tras noche. Por un instante, sus recuerdos dolorosos se funden con los míos y trato de mantenerme entero y encajar lo mejor posible el golpe que me vuelven a lanzar desde la distancia.

Desvío la vista hacia la chica de Gap, que todavía continúa sentada sobre la cama envuelta en un ligero vestido amarillo perfectamente a juego con su pelo, y ella me mira como una niña confusa, y hasta algo asustada, que no tiene la más remota idea de lo que está pasando, pero que percibe que algo no va bien. Trato de refugiarme de aquella atmósfera silenciosa en la que el dolor se puede morder y tocar, y me asomo a la ventana en la que pretendo escapar. El suelo me parece apetecible, sólo sería un instante, pero no esta noche. Enciendo un cigarrillo y, hasta que no doy la primera calada, no pienso en lo bonita que está París por la noche. Las luces se extienden hasta el horizonte y la torre Eiffel se impone sobre toda nuestra existencia transmitiendo esa abrumadora sensación de superioridad sobre todo ser viviente. Pero ella es buena: sirve de guía, de referencia, y hace compañía a los parisinos. Las calles aledañas están extrañamente desiertas, y, si no fuera porque una brasa de cigarrillo arde en medio de una oscura habitación del edificio de la esquina, diría que los tres somos los únicos habitantes de la ciudad.

El aire fresco me golpea en la cara y me despeja un poco la mente, y caigo en la cuenta de que me duelen la mayor parte de mis órganos vitales. "Necesito un poco de calor", pienso y suspiro tratando de encontrar el aplomo suficiente para volver a adentrarme en la habitación. Nada ha cambiado desde que traté de huir: Valèrie sigue mirando la misma zona de la pared y Marcelline se peina sentada en el borde de la cama. Me acerco a la mesilla de noche y le doy un trago a la botella de whisky pensando que quizá mi hígado decida que sea el último. La americana me sobra y los botones de la camisa también. Marcelline me mira y se acerca a mí. Me abraza fuerte y me hace caer sobre la cama. Su cuerpo desprende calor y la ternura con la que me abraza me alivia los dolores. Confío en estar haciéndolo yo también con su cuerpo, aunque creo que esta noche le va a tocar a ella curarnos tanto a Valèrie como a mí.

Se acurruca en mi pecho, levanta la cabeza y me mira. Repta por mi cuerpo y sus labios rosáceos me besan dulcemente. Me veo afortunado al ser la persona más cercana a sus mejillas salpicadas de pecas. Nos separamos y me siento un poco mejor, pero me asalta el temor ante la posibilidad de estar amargándole la vida a una pobre muchacha. Ella me lee el pensamiento y me vuelve a besar, pero esta vez con fuerza y pasión. Mis manos recorren sus muslos, su espalda, y liberan su cuerpo de la tela del vestido. Paramos para tomar aliento y tomo conciencia del calor de su piel sobre la mía, de sus curvas apretadas contra mi cuerpo. Siento su lengua recorrer mi barbilla y continuar en mi cuello. Cierro los ojos de placer y noto el tacto de una piel más fría, la de Valèrie. Ella se sienta delicadamente sobre la cama y empiezo a acariciarla. Se tumba a mi lado y me acerco a ella mientras Marcelline sigue en mi cuello. La beso. La beso con todo el cariño que puedo encontrar, con todo el cariño que me queda. Ella se merece ser feliz, se lo merece más que yo. E intento que así sea. Intento trasmitirle el poco calor que me queda para sentirme útil haciendo que una princesa sienta que tiene un súbdito dispuesto a cualquier cosa por ella.

Y durante las próximas dos horas, nos entregamos a la depravación y al placer para tratar de olvidarnos de todo. Porque de otro modo, cómo si no íbamos a poder soportar nuestras vidas.





Y si viviera una vez más, ¿me volvería a equivocar otra vez?
Sí, no te quepa duda, hasta la locura
y hasta el dolor.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Y durante las próximas dos horas, nos entregamos a la depravación y al placer para tratar de olvidarnos de todo. Porque de otro modo, cómo si no íbamos a poder soportar nuestras vidas.