domingo, 20 de marzo de 2016

En ruta.


Hoy he atacado.
Quedaban treinta kilómetros de la Roubaix y nos hemos ido tres: un checo, un belga y yo. Pedaleando bajo el diluvio del Norte con la certeza de que si quería ganar me iba a tocar volver a atacar para intentar llegar solo a meta. Pero el belga, el más lento de los tres, se ha adelantado y se ha ido solo. A duras penas he aguantado el ritmo detrás del checo, el favorito, intuyendo sus músculos en esfuerzo máximo, con la tensión de quien sabe que se le escapa la carrera. Y cuando estuvimos de nuevo los tres juntos, vi que era mi momento y ataqué en lo más duro del último tramo importante de pavé. Les saqué viente metros, pero las curvas embarradas no son fáciles cuando llevas más de seis horas y media pedaleando y vas a tantas pulsaciones por minuto. En una a izquierdas acabé en el barro después de rozar las vallas de los espectadores. Los vi pasar, todavía en el suelo y con la bici encima, pero me levanté y volví a rodar, ya sin esperanzas. Llegué en el segundo grupo, en octava posición final. Mucho más de lo que nadie se imaginaba, pero demasiado poco para lo que podría haber sido.

He llegado hace un rato al hotel. Los compañeros de equipo lo están celebrando abajo. Terminar la carrera es un éxito para la mayoría del pelotón. Pero he ido a buscar no sé que cosa a la habitación y he visto que hay un mensaje suyo en el móvil, y pienso que seguramente habrá visto la hostia por televisión. Pero me gusta que me diga que el corazón le iba a tope cuando me vio delante. Que espera que no me duela mucho, y que le gustaría estar aquí. No sé si sabe que estoy en París. Seguro que le encantaría el hotel. Contesto diciéndole que estoy bien y dos tonterías más. A mí también me gustaría estar allí, escribo. Dejo el móvil y su recuerdo permanece unos minutos en mi cabeza, rebotando  de un lado a otro contra los huesos de mi cráneo.
Mañana volveré a atacar.


Tengo una razón
y volveré a actuar.
No hay impunidad,
pero voy a actuar.

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