No sé cuántas vueltas he dado ya sobre
el colchón, mientras me intento convencer de que el calor y esta maldita
humedad son los responsables de mi insomnio. Como si intentase ignorar todo lo
que llevo en el cuerpo y todo lo que se revuelve dentro de mi cráneo. He
decidido que no merece la pena seguir intentándolo esta noche, y que lo mejor
es levantarse y salir a buscar ingenuamente el contacto de cualquier brisa que
se atreva a penetrar en las calles de la ciudad. Me separo de las sábanas
empapadas en un charco de sudor y no puedo evitar fantasear con la posibilidad
de alguien encontrando, días después, otra mancha reseca de un líquido
diferente y más viscoso, y un cuerpo inerte y en paz descansando sobre ella.
Pero tengo claro que si alguna vez quisiera descansar, todo sería mucho más
limpio y formal. Sin vecinos que se percataran de la situación, sin bomberos
tirando la puerta abajo ni desconocidos deambulando por el salón o tocando
cualquiera de las cosas que ahora puedo percibir entre la oscuridad de la
habitación.
Bajo por las escaleras buscando a
tientas el tabaco en mis pantalones y la sensación térmica en el rellano es tan
agobiante que casi puedo sentir cómo centenares de invertebrados se desplazan
entre las paredes y las tuberías, al amparo del calor. Pero al pisar la acera
puedo sentir el frío y agradable abrazo del viento llegando desde el mar, que
después de tanto tiempo desde que se fue el sol no encuentra oposición para enfriar mi cuerpo. Y al mismo tiempo que me alivia me recuerda que no todo es
una puta mierda, destrozando la teoría que he adoptado en mi cabeza y que me ha
ayudado a sobrevivir últimamente bajo la certeza de que todo conspira contra mí
y que no hay nada más que hacer que dejarse llevar. Pero me doy cuenta de que
si hasta mis más férreas convicciones no se mantienen en pie, es que estoy en
lo cierto y que las cosas están tan mal como para justificar mi día a día
actual.
El cigarrillo ya está ardiendo y
la primera bocanada de humo se extiende por mis pulmones. Echo a andar hacia el
puerto y mis pasos me llevan por algunas de las calles más populares de la
ciudad, desiertas a estas horas. En una de ellas me detengo a contemplar el
exterior de un café que lleva el nombre de una ciudad situada en otras
latitudes y bañada por un mar que siempre me inspiró desconfianza y respeto por
su fiereza, pero que al mismo tiempo me parecía mucho más solemne y puro que el
que se extendía a unos centenares de metros del mismo café frente al que
consumo el Lucky. La imagino en el mapa y recuerdo las horas al volante que pasé
para poder caminar por sus calles y subir a lo alto a contemplar las olas y los
acantilados que convivían con el ir y venir de miles de personas. Recuerdo
aquel tercer piso en el barrio de pescadores, ajeno al ajetreo del resto de la
ciudad, pero a la vez lugar privilegiado para observar las nubes, el cielo y
mar, y los edificios y las montañas que aquellos parecían cobijar.
Ahora creo que he aprendido a vivir lejos de aquello. O a sobrevivir, mejor dicho. Ya sabes. Se me da bien arrastrarme de un lado a otro, de la cama a la cocina, y a la cama otra vez. He dejado atrás el café y he llegado al puerto de la ciudad. Está a punto de amanecer y la luna se ve una vez más condenada a desaparecer. La brisa se ha transformado en viento y ahora hasta creo que tengo frío. Va siendo hora de arrastrarme hasta casa y habré de acelerar un poco el ritmo si quiero evitar cruzarme con cualquier persona. Me gusta pensar que esta ciudad es solo mía, como alguna vez fue solo nuestro aquel exquisito rincón del casco viejo.
Padre, dígame si es incurable
esta enfermedad,
que es poder apreciar
cosas buenas aquí,
con sensibilidad,
y saberme a la vez tan incapaz
de disfrutarlas igual que hacen los demás.
Y si ahora le rezo,
Padre, ha de entender,
que es porque tengo miedo
y no porque tenga fe.
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