La llegada a la capital se antojaba tranquila. La noche empezaba a retirarse mientras el tanque M4 Sherman avanzaba entre una oscuridad cada vez menos densa. Los pueblos se sucedían uno tras otro y seguíamos sin encontrar resistencia. Sobre la torreta de aquel tanque se sentía una brisa suave y refrescante que se agradecía con una infinita reverencia en aquel caluroso verano francés. Llevábamos ya varios meses luchando, avanzando hacia el este después de volver a Europa. Entre escaramuzas, combates y batallas sangrientas en pueblos que me parecían idénticos a los que atravesábamos en ese momento, fui a parar junto a un valenciano -procedente de un pueblo a escasos kilómetros del mío-, un asturiano, un argelino y un francés. Ellos integraban la tripulación de la que y obviamente su capitán era Rémy, pues no en vano el tanque en el que nos movíamos pertenecía al ejército francés. Aunque cada uno tuviera sus motivos, todos coincidíamos al menos en nuestro deseo de hacer cumplir con la promesa de poder ver nuestros pueblos libres de fascistas y poder volver a ellos.
Corrían rumores sobre la retirada de los nazis de París, pero nadie podía asegurarlo. Otros decían que antes de irse volarían la ciudad. Cada vez que escuchaba aquello apretaba con fuerza mi fusil contra mi pecho, dejándome llevar por la furia que me invadía al imaginar arrasados aquellos lugares que una vez recorrí al lado de alguien que ocupaba mis pensamientos mientras se encontraba ahora en algún lugar justo al otro extremo del continente. Los más de mi ochocientos días que habían pasado, condesados en más de cinco años, desde que me despedí de ella en mi ciudad de acogida a orillas del Mediterráneo suponían el período más largo sin tener noticias de ella desde que la conocí. Los primeros días después de su partida recorrí la ciudad buscando la prensa de todos los países de allí a la Unión Soviética deseando no encontrar noticias sobre ningún avión del ejército rojo. No las hallé, pero ahora, después de tanto tiempo, comenzaba a añorar como a nada más cualquier cosa suya, aunque simplemente fueran unas palabras salidas de su cabeza en un trozo de papel. Para poder levantarme cada mañana me convencía de que las comunicaciones en las circunstancias que nos habían rodeado desde aquella mañana de marzo eran materialmente imposibles. Le había enviado cartas durante aquellas semanas de incertidumbre y tensa espera a una dirección en Moscú que ella me había facilitado antes de partir, pero mi salida precipitada después del final de la guerra en nuestro hogar supuso la ausencia de un lugar estable donde recibir cualquier noticia suya. Ahora el frente de guerra en Europa occidental era lo más parecido a una residencia estable que había tenido en esos años, y ansiaba acabar cada misión que me encomendaban para tener un momento en el que poder esperar la llegada de sus respuestas a mis escritos en la correspondencia que nos llegaba a cuentagotas. Todos estos años sin hogar, durmiendo bajo las estrellas, cuando me moría de frío imaginaba su figura envuelta en un abrigo enorme allá en el norte del mundo. Con su piel resplandeciente y unos desafiantes ojos azules, aún más brillantes. Y así acaba durmiéndome muchas noches.
El sol asomaba ya en el horizonte y acabábamos de cruzar frente a un letrero que anunciaba nuestra llegada a Marly. Recordé el mapa que nos habían facilitado antes de comenzar la misión y calculé que nos quedaban a penas cinco kilómetros para llegar a los barrios más periféricos de París. Penetramos en las calles de aquel pueblo, totalmente grises y vacías, entre edificios en ruinas. La desolación era la dueña del lugar y los combates parecían muy recientes. Un río dividía la población en dos mitades y el puente ya se disponía ante nosotros. La modesta pero robusta construcción de piedra nos sirvió bien para superar lo que ahora no era más que un lánguido reguero de agua oscura sobre unas piedras negras cubiertas de basura, escombros y suciedad. Estábamos a mitad del puente, sobre un punto más alto, y aparté mi mirada del río para dirigirla hacia adelante. Al otro lado se intuía una plaza con lo que debía ser un bar a unos cincuenta metros de nosotros en la planta baja del edificio de enfrente. Rápidamente me percaté de un movimiento en la puerta del local pero a penas tuve tiempo de pensar nada antes de que se me encogiera el corazón al escuchar el ruido de unas ensordecedoras detonaciones. Las primeras balas de la ametralladora impactaron en el suelo frente al tanque y en la carrocería del mismo. Las chispas de los impactos me envolvieron y me cegaron mientras escuchaba el silbido de decenas de balas cortar el aire a unos centímetros de mi cabeza. La explosión de lo que parecía munición de antitanque me arrancó de mi posición en lo alto de la torreta y caí por ella hasta el interior del vehículo. Durante unos instantes, los de mi caída por aquel tubo metálico, estuve seguro de que todo se acababa ahí. El impacto contra el suelo del tanque me devolvió a la realidad y sentí un dolor agudo en la pierna y la sensación de tener la cara ardiendo. Me froté los ojos y las mejillas con mis manos y miré a mis compañeros.
– ¡Están en la puerta del bar, a vuestras once! –grité mientras creía que el corazón se me iba a salir del pecho.
Guillem cargó el proyectil y Nel ajustó el cañón mientras comprobaba la posición del objetivo. El capitán también los había divisado y ordenó al asturiano que abriera fuego. La detonación hizo temblar el Sherman y el ruido de la ametralladora cesó de martillear nuestras cabezas. Me incorporé y me asomé a una de las pocas y pequeñas ventanas del blindado descubriendo que el edificio se había venido abajo. Ya no había rastro del café y entre el humo y el polvo conseguí distinguir el brillo del cañón antitanque sobresaliendo entre los escombros junto al cadáver de un soldado alemán.
No nos detuvimos más tiempo del que necesitaron mis compañeros para comprobar que su tanque no había sufrido más que leves y no comprometedores daños. El capitán ocupó lo alto de la torreta y proseguimos nuestra marcha, esta vez mucho más despacio, atentos a cualquier rincón o agujero, buscando en las sombras a nuestros enemigos. Necesitamos más de una hora para recorrer aquellos cinco kilómetros. Por aquellos caminos nos encontramos con otros hombres y blindados a los que nos unimos formando una digna columna dispuesta a liberar París. Entre ellos conseguí reconocer caras familiares, republicanos españoles a los que había conocido en el frente en Francia y en África después de salir en la Península. A causa de la entidad que había adquirido la columna ya no íbamos abriendo la marcha y pude relajarme y salir a contemplar la mañana subido a la parte izquierda del vehículo. Las barriadas más desfavorecidas de París, levantadas de manera precaria por los últimos en llegar a la metrópolis, se disponían tan solo a unas decenas de metros, bajo la atenta mirada de la torre Eiffel visible ya para nosotros custodiando la ciudad. La falta de resistencia parecía confirmar que los alemanes habían abandonado la ciudad y que los soldados a los que nos habíamos enfrentado antes no eran más que unos pobres diablos a los que nadie había avisado. Contemplar aquel monumento y el cielo de París sin rastro de nubes ni de humo hacía pensar que todo estaba bien en la capital.
Bordeamos aquellos barrios hasta que encontramos una gran avenida que se adentraba en la ciudad. Los ojos y rostros difuminados tras ventanas y cortinas se fueron transformando en personas que se acercaban a nosotros para saludarnos y darnos las gracias. Enfilamos la avenida y a mi espalda se agolpaban decenas de carros de combate y camiones, y centenares de soldados que avanzaban sonrientes. Éramos el cuarto tanque de la columna y aquello estaba adoptando la apariencia de un desfile. Cuando llevábamos recorridos doscientos metros de aquella avenida eran ya centenares de parisinos los que se agolpaban en cada manzana. La radio del tanque nos facilitó el emplazamiento del lugar donde debíamos descansar tras las celebraciones y me pareció un buen momento para abandonar el blindado y volver a recorrer las calles de una ciudad demasiado especial para mí. Me despedí de mis compañeros y me apeé del vehículo esperando volver a encontrarlo unas horas más tarde. Aquel paseo por París me ayudaría a decidir qué hacer con mi vida, o al menos a planificar mi próximo paso. Reconocí la avenida la Grande-Armée, que sabía que si seguía me acabaría llevando hasta el barrio de Montmartre, en el que una vez me perdí con la mujer que añoraba.
Aquella vez era diciembre. El frío lo inundaba todo y el sol asomaba tímidamente entre las nubes. Era un sol de
invierno, de los que a penas calientan y que parece que brillan menos. El frío
seguía bien presente, así que se abotonó el abrigo y se ajustó el foulard blanco
sobre su cuello casi de idéntico color. La miré sonriente mientras llevaba a
cabo aquel ritual y, cuando acabó, me miró y sonrió. A penas llevábamos recorridos unos cinco metros calle
abajo cuando sentí su mano abrirse paso entre mi gabardina y mi brazo. Se pegó a mi torso y caminamos una vez más acompasados,
en dirección a un parque escondido entre las callejuelas de aquel barrio que recordaba de mis paseos por la ciudad.
Empleamos quince minutos en recorrer la distancia que nos separaba del parque.
Era un espacio entre lo que supuse serían algunos de los pisos más viejos de la
ciudad, con árboles realmente grandes y robustos, un pequeño parque infantil,
bancos y una fuente en mitad de todo aquello. Nos adentramos por uno de los
caminos que conducía hasta aquella fuente y a nuestra izquierda vimos un busto dedicado a Van Gogh que
nos llamó la atención. Una placa grisácea, que tenía aspecto de llevar allí
casi tanto como los árboles, le reconocía como antiguo vecino de uno de uno de los edificios de la zona.
La fuente resultó más similar a un estanque que a una
fuente propiamente dicha. Ella se subió al muro bajo que la rodeaba y se sentó
con las piernas colgadas en mi dirección. Se arrepintió enseguida de aquello
puesto que aquella superficie resultaba estar tremendamente fría. Puso cara de
circunstancias y de un salto volvió a ponerse de pie mientras yo me reía de
forma cariñosa y me enternecía a la vez ante aquella escena. Se
indignó ante mi risa y armó el brazo para darme un codazo mientras pasaba a mi
lado, pero rápidamente se le pasó y cesó en sus intenciones al caer en la
cuenta de que era la primera vez que me veía reír a carcajadas en toda la
mañana. Su intuición le decía que no sólo era la primera vez que me
veía reír desde nuestro reencuentro, sino que comprendió que llevaba tiempo sin
reír de verdad. Me encaminé tras ella hacia un banco de madera que,
presumiblemente, no se encontraría tan frío. Me adelanté a ella y
esta vez fui yo el primero en sentarme. “La madera no está tan fría como la
piedra”, le dije mientras alargaba un
brazo sobre el respaldo. Ella sonrió y me dijo que había tenido suerte. Se
sentó a mi lado, apoyando su cabeza sobre mi brazo extendido y recostando
ligeramente su espalda sobre mi torso. El ligero viento que corría
sigilosamente por las calles permitió que varios mechones de su pelo rozaran mi
mejilla, con un tacto tan ligero y tan suave que parecía una caricia.
– ¿Sigues escribiendo? –me preguntó.
– Sigo escribiendo, cariño, aunque no tanto como me gustaría. No hay musas en París.
Introduje mi mano en un bolsillo de la gabardina y
extraje un cigarrillo del paquete. Ella lo miró sin decir nada y, tras llevarlo
a mis labios, lo encendí hábilmente con el zippo. Las voces y los gritos de los niños que jugaban al otro
lado del parque se acallaron durante un instante. Todos ellos se giraron hacia los columpios, donde un niña de unos cuatros o cinco años lloraba
desconsoladamente sentada en el suelo después de haberse caído. Un hombre,
probablemente su padre, la cogió en brazos y la consoló de manera muy dulce.
Ella dejó de llorar y todos los demás niños prosiguieron con sus gritos y
carreras.
– Pobrecita. –dije, volviendo mi mirada hacia su cara.
– Me ha dado mucha pena. Ha faltada poco para que me levantara a consolarla
yo. –dijo ella. Sonreí y pensé que era totalmente capaz de hacerlo.
– Habría
sido una escena muy dulce. –contesté sin dejar de mirarla.
Salimos de aquel lugar poco antes de las cuatro de la
tarde, con el cielo cubierto escoltando nuestros pasos hacia el centro de la
ciudad. Paseé con ella agarrada a mi brazo y a cada paso me sentía uno de los
hombres más afortunados del planeta. Su piel parecía contener toda la luz del
día, y sus ojos brillaban más que cualquier cosa del mundo. No pude evitar
mirarla cada cierto tiempo, con cara de idiota, y ella sonreía, quizá sintiéndose a
medio camino entre la vergüenza y la placidez de aquella tarde. Sin duda
nos sentaba bien pasear juntos.
Mis pasos me habían llevado a aquel barrio en el que nos perdimos una vez juntos. Las calles estaban vacías, excepto las grandes plazas y avenidas donde se congregaban todos los vecinos. Me fijé en el escaparate de un librería y al ver el interior de la misma concluí que me hubiera quedado a vivir en ella gustosamente, y que conocía a alguien que secundaria la moción. Con el sol a mi espalda era capaz de verme reflejado en el cristal de manera casi nítida. Me di cuenta de que aquellas chispas de las balas de la ametralladora nazi me habían producido un par de quemaduras de unos centímetros justo en la parte izquierda de mi frente. Estuve contemplándolas y tocándolas durante un minuto y emprendí la machar. Desde la colina de Montmartre se divisaba toda la ciudad y podía ver como se congregaban centenares de vehículos militares en los Campos Elíseos, escoltados por millares de personas invadidas de júbilo. Desde mi posición en lo alto de la colina se podía distinguir el barrio de Montparnasse, apartado al otro lado del Sena, con el verde de su cementerio sobresaliendo entre las construcciones. En aquel barrio buscamos una vez refugio del bullicio de los barrios al norte del río.
Cruzamos el Sena tras atravesar los Campos Elíseos, repletos de puestos de dulces y mil cosas más que se alternaban con paseantes entre vetustas y monótonas fachadas. A pesar del frío y gris día parisino, la gran avenida estaba llena, demasiado para quienes buscábamos un
paseo tranquilo durante el que poder conversar, así que decidimos evaporarnos de allí
lo antes posible, deseando no dejar rastro alguno de nuestra presencia. Deambulamos sin rumbo fijo por las calles del centro de
París, tratando de huir de aquellas que parecían más abarrotadas de gente. En
uno de aquellos desvíos in extremis acabamos frente a una vieja tienda
de ropa que parecía tener al menos cincuenta años. Vendían ropa de segunda
mano, pero, francamente, desde fuera los trajes y los vestidos del escaparate
tenían muy buena apariencia.
– ¿Qué te parece si entramos a mirar? – dijo ella
con una mirada irresistible.
– Entramos si quieres. ¿Te vas aprobar ese vestido del
escaparate? – pregunté señalando un precioso vestido negro.
– Sí, si tú te pruebas ese
traje.
– Venga, va.
– Perfecto. Pero has de saber que me iba a probar el vestido de todas maneras.
Supe que aquel vestido le iba a quedar como un guante,
así que, aunque no me hacía demasiada gracia lo del traje, al final creo que merecía la pena. Entramos en aquella tienda
donde el tiempo parecía haberse detenido en una fiesta de principios de siglo.
Multitud de trajes de caballero poblaban las estanterías acompañados de toda
clase de vestidos, algunos preciosos y otros un tanto extravagantes. Me enamoré
de un par de gabardinas y ella
también se enamoró de otras prendas, muchas, pero su verdadero amor téxtil fue el
vestido negro del escaparate. Nos atendió un anciano señor trajeado que parecía
haber trabajado aquí desde que se abrió la tienda. Decía que aquella tienda era
una pequeña joya de la ciudad en la que se podían encontrar prendas realmente
únicas, y que cada vez más gente joven la descubría y se dejaba caer por allí.
“La moda es lo que tiene”, dijo con una sonrisa.
Salió al escaparate y se hizo con el traje y con el vestido negro. Todo era de nuestra talla, así que señaló
los probadores, que estaban al fondo de la tienda. Nos emplazó a llamarlo
inmediatamente si teníamos algún problema y se encaminó raudo a atender a una
chica joven que acababa de entrar. Acordamos que cada uno entraría en un
probador a la vez y nos encontraríamos fuera para ver el resultado. El traje
estaba hecho en Milán y al tocarlo me di cuenta de que era muy suave y de buena
calidad. Me lo puse y vi que me quedaba bastante bien. No recordaba que los trajes me fueran tan bien, hasta
incluso parecía un poco más revitalizado con él puesto. Así pues, salí con él
puesto y vi que ella no había terminado aún.
– ¿Cómo vas? –, pregunté, impaciente.
– Genial, ya casi acabo. ¿Y tú?
– Yo ya estoy fuera, me muero de ganas por ver
qué te parece.
– Yo sí que me muero de ganas. Salgo enseguida.
Un minuto después, apartó las cortinas de su probador y
el tiempo se detuvo mientras la contemplaba. Sus piernas esbeltas ascendían
hasta la falda del vestido, que caía hasta la mitad de sus muslos. La tela se
ceñía a su cintura dejando sus curvas grabadas sobre el vestido, curvas que
deseé recorrer con mis manos hasta perderme en ellas como un explorador
atrapado. Arriba, sus clavículas se marcaban sobre la piel mostrándose como si
de una clase de anatomía se tratara. Su piel resplandecía más que nunca en
contraste con el color negro del vestido y yo la miraba con mi acostumbrada
cara de idiota. Ella me miraba también con admiración y pensé que ojalá
con el mismo deseo con el que yo la miraba a ella. Su sonrisa tímida y su
mirada baja se tornaron en negación. Se adelantó hacia mí mientras yo la miraba
con bastante confusión. Negó con la cabeza y, cuando estuvo lo suficientemente
cerca de mí, alargó los brazos y me colocó bien el cuello del traje.
– Anda que no colocarte bien el cuello, pareces
un niño. –dijo con dulzura.
La miré con cierta vergüenza y traté de lanzar el mejor
contraataque que se me podría haber ocurrido: deslicé mi mano tras su espalda
y, al llegar a su cintura, tiré de ella hacia mí hasta que su cuerpo entró en
contacto con el mío. Ella se sorprendió en un primer momento, pero rápidamente
puso su mejor cara de desafío.
– Mira qué listo es, pues no eres tan niño.
– Así mejor, a esta distancia sí que eres toda
una femme-fatale.
– Ten cuidado, que a esta distancia las femme-fatales
no fallamos nunca.
Me sentí tentado por comprobar qué era exactamente
aquello en lo que no fallaban, pero el anciano de la tienda nos sorprendió en
aquella tesitura y nos separamos sin dejar de mirarnos fijamente. Ella se puso
a mi lado y nos vimos reflejados juntos en el espejo. “Hacéis una buena
pareja”, dijo el anciano, y ciertamente en el espejo cualquier cinéfilo habría
podido observar una especie de versión europea de James Stewart y Katharine Hepburn, salvando las distancia con el bueno de James, porque a Katharine
ella no tenía nada que envidiarle. Decidimos llevarnos el traje y el vestido. Nos quedaban
tan bien que no pudimos resistirnos. El anciano de la tienda nos felicitó por
la decisión y nos estuvo hablando de las prendas que íbamos a comprar.
Se deshizo en virtudes hacia el traje y calificó el vestido como “soberbio”. Abandonamos el local y el frío se dejaba notar otra
vez con fuerza. Nuestro aliento se transformaba en vaho al salir al exterior.
Seguimos caminando, cada vez más juntos, hasta que unas primeras gotas hicieron
acto de presencia. La débil llovizna inicial fue aumentando su intensidad,
transformándose en una densa cortina de agua que hizo que pasear fuera
impracticable. Corrimos para salvar la ropa y nos perdimos por las callejuelas de París...
Llegados a este punto tan solo me restaba decidir si quedarme y vagabundear por la ciudad o presentarme al lugar convenido donde esperaría junto a mis compañeros una nueva misión. La guerra no se había acabado. Ya sabíamos que el ejército rojo se aproximaba a toda máquina hacia Alemania. Quizá pudiera verla allí. Anhelaba nuestro reencuentro. Imaginaba todos los detalles. Quizá podría estar más cerca de ella pensando en cada lugar que íbamos a visitar y en cada una de sus calles y esquinas que íbamos a cruzar. Quizá la próxima vez no me dedicase a actuar como si su cuerpo se fuera a desvanecer en cualquier momento. Seguir hasta Berlín parecía lo más lógico a esas alturas. El frente avanzaba hacia el este, y mucho más al este se encontraba ella. Me abrumaba comparar la diferencia entre los pocos centímetros a los que me gustaría que estuviera y los miles de kilómetros a los que se encontraba. Una distancia que realmente se medía en vidas y no en kilómetros. Un abismo que me comprometí a limar yarda a yarda.
Verás que estoy soñando, ¿y qué?
en cierto momento despertaré.
Yo digo: "siendo así que sea un sueño largo, largo,
te puedes hundir en él junto a mí".
Ahora siempre tu tren espera en el andén,
llegas lo pierdes, y te pierdes
una vez y otra vez,
y otra vez, y una nueva vez.