martes, 7 de abril de 2020

Paréntesis.

Aquella habitación parecía un refugio frente al frío y la noche. Fuera llovía y a mí me vinieron a la mente Vic Vega y Mia Wallace, disfrutado de una noche juntos. Ella dejándose llevar y él consciente de que aquella noche no se iba a repetir nunca. Me tensé sobre el colchón al pensarlo y tú lo notaste. Alargué la mano hasta la mesilla y extraje un cigarrillo del paquete. Lo llevé hasta mis labios y volví a palpar el mueble buscando el encendedor. Tú te despegaste de mi hombro y me miraste fijamente.

—No me gusta que fumes tanto—, dijiste con voz casi a modo de riña.
—No lo puedo evitar, me relaja tener algo entre los labios—, me justifiqué de forma idiota.

Justo cuando aún no había acabado de pensar en que –como Vic Vega– debía tratar de aprovechar aquella noche de calma en medio de mi posguerra diaria, me quitaste el cigarrillo y me besaste. Cerré los ojos y sentí durante unos segundos el tacto y el sabor de tus labios, y supe que iba a ser incapaz de olvidar aquello durante el resto de mi vida. Cuando nos separamos permaneciste unos segundos frente a mí con los ojos cerrados. Sentí una descarga de adrenalina recorrer todo mi cuerpo y me vi con fuerzas para escalar los catorce ochomiles uno tras otro.

—¿Sigues queriendo fumar?—, dijiste sonriendo mientras me enseñabas el cigarrillo en tu mano.
—Dios... no—, acerté a decir a duras penas.

Aquello era mejor que todos los cigarrillos del mundo, así que volví a probar esa sensación. Te besé con suavidad y durante más tiempo hasta que me quedé sin aliento. Osé abrir los ojos mientras lo hacía y vi los tuyos cerrados y algunas de tus casi imperceptibles pecas que no escapaban a la poca distancia que nos separaba y que nos unía. Alargué mis manos y acaricié tu cuello con la yema de mis dedos que se deslizaban sin ningún obstáculo sobre tu piel suave. Pensé que podría estar así para siempre. En tus brazos, entre tu pelo.

Al vover a separar nuestros labios tú llevabas ya casi un minuto encima de mí, pero solo entonces empecé a ser consciente de tu cuerpo sobre el mío. No habían neuronas suficientes para procesar tantos estímulos. La gravedad atraía tu pelo suelto hacia mí, tapándote parcialmente el rostro. Te lancé profundas caricias, explorando aquella geografía que parecía haber sido tallada por el mar durante millones de años con exquisitez y minuciosidad. Te sujeté por los hombros y, con firmeza y suavidad, te acosté de espaldas quedando yo arriba. Mis caricias lentas y profundas se transformaron en tus manos agarrando mi espalda, con fuerza, arrugando mi camisa instantes antes de que volara por la habitación hasta aterrizar sobre el butacón. Luego aterrizó tu jersey y me di de bruces con tal cantidad de centímetros cuadrados de tu piel que casi me da un infarto. Deseé detenerme a examinar cada uno de ellos. Llevabas un sujetador oscuro y me acerqué a besarte las clavículas marcándose con una precisión letal. Me atreví a deslizar uno de los tirantes más allá de tu hombro. Lo hice sin mirar, como si estuviera prohibido, y, aún así, me atreví a hacer lo mismo con el otro mientras seguía recorriendo tus clavículas con si fuese el Tour de Francia.

Tú te incorporaste un poco y te desabrochaste el sujetador. Apoyaste los brazos sobre la cama, acercando tu cuerpo al mío, y me miraste invitándome a que me deshiciera de aquella prenda que se interponía aún entre nuestros cuerpos. Aguanté la respiración de manera inconsciente y lo hice. Descubrí tus pechos y los acaricié con la yema de mis dedos, lo más suave de lo que fuí capaz. Me acerqué y los besé, consciente de que me observabas con curiosidad recostada sobre la almohada. Así pude percibir claramente tu calor y oír tu corazón agitándose cada vez con más frecuencia hasta ahogarse en un tímido y primer gemido. Te seguí besando mientras notaba tu mano maniobrar con el botón de mi pantalón vaquero. Te deshiciste de él hábilmente y me acariciaste de forma suave pero decidida. Gemí ligeramente y te vi morderte el labio inferior. Aquellas ganas me habían invadido por completo. Las ganas de sentir tu piel sobre la mía y de no salir de aquí nunca. Ascendí hasta tus labios y seguí besándote para enseguida volver a descender por tu cuello, por tu pecho y por tu vientre hasta imitar tu destreza con mi pantalón desabrochando tu vaquero. Lo bajé lentamente, aprovechando para recorrer con mis manos el contorno de tus caderas, y lo retiré. Un culotte negro y unos muslos pálidos y esbeltos continuaban tu cuerpo más allá de las caderas. El contraste de la tela oscura sobre tu piel resplandeciente me iba a acompañar el resto de mis días.

Los cristales de la habitación estaban completamente empañados, impidiéndome saber si seguía lloviendo o no, y la luz del pequeño flexo creaba una atmósfera que nunca me había parecido tan acogedora como aquella noche. Me incorporé un poco. Respiré hondo. Tú seguías tumbada en la cama. Creo que disfrutando al verme así. Un poco apurado, no te lo voy a negar. Te miré y me sonreiste. Yo me dejé caer sobre ti y mientras te besaba me hice un hueco entre tus piernas. Acaricié tus muslos por fuera. Luego lo hice por dentro. Sentí que temblabas ligeramente. Pero calculé que yo estaba rondando ya las ciento sesenta pulsaciones por minuto. Deseé que el ataque al corazón tardase un poco más. Quería seguir acariciándote. Tenerte más conmigo. Seguir explorándote y tocarte como nunca te había tocado.




No hay comentarios: