Me
cogió de la mano y me ayudó a subir las escaleras hasta su piso.
Ella sonreía cada vez que nuestros ojos se cruzaban, unas décimas
de segundo, antes de que desviara su mirada para buscar las llaves o
para ver dónde quedaba el siguiente escalón. Un par de pisos debajo
del suyo me detuve y quise hablarle, pero solo pude balbucear que iba
drogado. Y era cierto, todavía podía sentir aquello que me había
metido correr por mi cuerpo. Sonrió dulcemente y me dijo que no le
importaba. Era una buena persona, quizá demasiado buena. Me pregunté
cuántos hombres habrían hecho ese mismo recorrido aprovechándose
de esa bondad y esa dulzura tan inocente que siempre la acompañaba.
Abrió
la puerta del piso y entré tras ella. La casa era antigua y pequeña,
llena de libros y muy ordenada, como si todos los días dedicara un
par de horas a revisar obsesivamente cada rincón buscando algo fuera
de lugar. Apostaría que aquel ritual no era más que una simple
distracción para ahogar un poco la soledad en la que vivía.
Apostaría y ganaría, porque conocía bien todos esos trucos de
quien vive sumido en la monotonía de la soledad.
Se
giró y vio que me había quedado anonadado, con la mirada perdida
hacia el cristal de una ventana. A través de ella podía ver como
las luces de la ciudad se extendían colina abajo, hasta perderse en
el mar y, más al fondo, en la oscura y amenazante montaña. Era de
noche y el cristal se estaba empañando por el frío y la humedad del
exterior. No sabía lo que estaba viendo, estaba desorientado, las
luces parecían moverse. Todo aquello me suscitó terror, pero
alcancé distinguir el puerto y los grandes barcos cargados de
contenedores, y recordé que aquella era mi ciudad y me sentí cómodo
en aquel terror.
Vino
hacia donde estaba parado y tiró de mi mano hasta su cuarto. Cerró
la puerta y comenzó a desnudarme. Me quitó la camisa y me empujó
hacia atrás haciéndome caer sobre la cama. Suspiré al sentir la
comodidad de aquel colchón y las drogas me hicieron creer que mi
cuerpo se hundía en aquella delicada superficie. Se sentó sobre mis
muslos y se deshizo de aquel vestido gris. Su piel nívea brillaba a
la luz de las farolas que conseguía, a duras penas, colarse por la
ventana, y quise tocar aquel resplandor. Alargué mis manos y recorrí
su cuerpo. Ella se deshizo del sujetador y vi sus maravillosos pechos
caer hasta entrar en contacto con mi cuerpo mientras comenzaba a
besarme. La apreté contra mí para sentir su calor, pero ella se
deshizo fácilmente de mis brazos y descendió por mi cuerpo a
desabrocharme el pantalón.
Cuando
me quise dar cuenta, me había bajado los vaqueros y los
calzoncillos, y había empezado a chupar. Me estremecí y cerré los
ojos. Gemí del más puro placer y la miré, viendo sus ojos brillar
como si fueran dos auténticos diamantes. Estaba llorando. Ella creía
que no la iba a ver, que estaba demasiado ido como para darme cuenta,
pero la vi. Y comprendí con brutal claridad toda la soledad que la
asolaba.
Me
incorporé y la alcancé con mis brazos. Tiré de ella hacia mí y la
abracé con todas mis fuerzas apretándola contra mi cuerpo. Maldije
a todos esos cerdos que no habían tenido reparos en follársela para
desaparecer a la mañana siguiente. Hijos de puta. Cada uno de esos
imbéciles habían contribuido a destrozarla un poco más. Ella no lo
merecía, era la última persona de este mundo que merecía algo así.
Deseé arrancarles la piel a tiras a cada uno de ellos y aumentar el
dolor de sus miserables vidas.
La oí
sollozar y froté mi mejilla con su pelo, al tiempo que la abrazaba
un poco más fuerte. Traté de darle el poco calor que me quedaba. Al
fin y al cabo, ella lo merecía más que yo. Suspiró y se secó las
lágrimas. Se dio cuenta de que la estaba mirando y al instante sus
mejillas se enrojecieron, sonriendo igual que una niñita que se
muere de vergüenza. Se sintió culpable consigo misma tras haberse
derrumbado de aquella forma ante mí. Le susurré dulcemente que no
pasaba nada, que estuviera tranquila, y la dejé dormir sobre mi
cuerpo. La ternura y el cariño que sentí mientras ella dormía con
la mejilla apoyada sobre mi pecho fue lo más parecido al amor que
alguien había sentido por ella y, probablemente, que alguien jamás
iba a sentir.
Pasé
la noche mirándola, pensando en ella y pensando en mí. Pensando en
qué cojones estaba haciendo con mi vida. La cocaína se había
clavado en mi cerebro y no me dejaba conciliar el sueño. Por el
cristal empezó a filtrarse la luz del amanecer y sentí que era hora
de largarse de allí. La aparté suavemente y la besé en los labios.
Me vestí y me volví para verla una vez más. La llamaría luego,
supuse. Y me vi a mí mismo como otro más de esos gilipollas a los
que deseaba ver sufrir, pero, joder, en ese momento hubiera entregado
mi vida porque ella fuera feliz.
Ya no sé si con esta lluvia eterna
no me habré acostumbrado a la humedad.
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