Al calor de una vieja estufa y bajo una manta a cuadros paso los días de invierno en la casa azul.Ya no sé si es viernes o sábado, ya no recuerdo como era el sol, porque en esta ciudad del norte dice la gente que llueve eternamente. Y a duras penas logro mantenerme entero, escuchando los mismos discos una y otra vez, intentado recordar por qué estoy así y acordándome demasiado bien.
El pasillo se me antoja
kilométrico y la cocina parece estar al otro lado del mundo. Consigo
llegar tambaleándome y casi a tientas busco entre los cajones alguna
botella de algo lo suficientemente fuerte como para matarme un poco
más por dentro, pero solo encuentro whisky, que al probarlo se me
antoja agua y ya ni me abrasa la garganta. Me asomo a una ventana y
la luz me duele en los ojos, sin embargo, llueve y el día es oscuro. No hay luz, pero me abraso. Me quemo en la oscuridad. Me muero.
Aturdido, vuelvo al lado de
la estufa y me refugio bajo la manta tratando de conservar el poco
calor que me queda, y al alargar la mano hasta la botella percibo
unas manchas oscuras en la manga del jersey, y recuerdo las agujas al
lado del televisor, y el polvo blanco y el marrón. Recuerdo el veneno avanzando por mis venas hasta mi sistema nervioso central. Y nadie llama a la puerta, y una lágrima me cae por la mejilla. Y otra la sigue. Y nadie las seca.
La vida solo se explica en la muerte y la gente se mata porque, como prescribía Michel Houellebecq, simplemente vivir es un asco. Así que, por qué no entregarse a la droga perfecta, a la heroína que suspende la vida y nos trae la paz en el jardín de la duermevela.
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