miércoles, 25 de marzo de 2020

Diarios de la peste (III)

Gabriel Conroy y su esposa Gretta acuden a la fiesta de las señoritas Morkan el día de la Epifanía de 1904 en Dublín. Gabriel observa la emoción reflejada en la cara de su esposa mientras suena una vieja canción. A la vuelta, ella le confiesa que aquella canción le ha traído a la memoria el recuerdo de un amor de juventud que se vió truncado por la muerte de su amado. Ya en casa, Gabriel observa a su esposa mientras ella duerme plácidamente y reflexiona.  

Qué pequeño papel he representado en tu vida. Es casi como si no hubiera sido tu marido. Como si nunca hubiéramos convivido como marido y mujer. ¿Cómo eras entonces? Para mí tu cara sigue siendo preciosa, pero ya no es aquella por la que Michael Furey dio su vida. ¿Por qué siento este torbellino de emociones? ¿Qué las ha despertado? (...) La fiesta de mis tías. Mi estúpido discurso. El vino. El baile. La música... Pobre tía Julia. Qué expresión tan vacilante tenía mientras cantaba ataviada por la boda. Pronto será también una sombra, como la sombra de Patrick Morkan y su caballo. Quizá pronto me siente en ese mismo salón vestido de negro. Los visillos estarán corridos. Y yo rebuscaré en mi mente palabras de consuelo. Y solo encontraré algunas torpes e inútiles. Sí, eso ocurrirá muy pronto. 

Los períodicos tienen razón. La nieve está cubriendo toda Irlanda. Cae sobre toda la oscura llanura central, sobre las colinas despobladas. Suavemente sobre los pantanos de Allen. Y más lejos, hacia el oeste. Cae suavemente sobre las oscuras y revueltas aguas del Shannon. Uno a uno, todos nos convertiremos en sombras. Es mejor pasar a ese otro mundo impúdicamente, en la plena euforia de una pasión, que irse apagando y marchitarse tristemente con la edad. ¿Cuánto tiempo has guardado en tu corazón la imagen de los ojos de tu amado diciéndote que no deseaba vivir? Yo no he sentido nada así por ninguna mujer, pero sé que ese sentimiento debe ser amor. Piensa en todos los que alguna vez han vivido desde el principio de los tiempos. Y en mí, transeúnte como ellos, fluctuando también hacia su mundo gris. Como todo lo que me rodea. Este mismo sólido mundo en el que ellos se criaron y vivieron se desmorona y se disuelve. 

Cae la nieve. Cae sobre ese solitario cementerio en el que Michael Furey yace enterrado. Cae lánguidamente en todo el universo. Y lánguidamente cae como en el descenso de su último final. Sobre todos los vivos. Y los muertos. 

Dubliners: "The Dead".
James Joyce.


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