Una opaca bruma cubría la totalidad de las calles de un pequeño pueblo. Era una fría noche de invierno en la que las farolas libraban una intensa batalla contra la oscuridad, el frío y la niebla, una batalla que perdían todas las noches desde que el otoño se esfumó, dejando paso a un polar invierno en el páramo. El pueblo se había convertido en un refugio de sombras y rincones oscuros, deshabitados, que la vida parecía haber abandonado.
En una calle de apariencia fantasmal, se podían distinguir dos figuras humanas que avanzaban, pegadas, vagando sin rumbo aquel pueblo olvidado. A pesar de los abrigos que llevaban, se apreciaba la figura de un hombre alto y fuerte, que rodeaba con su brazo a su acompañante, una mujer de menos estatura y de largos cabellos. La soledad que destilaba cada muro de aquel lugar contrastaba con el calor, el cariño y la ternura que evocaba aquel continuo abrazo de los enamorados.
La tenue luz que emanaba de unas antiguas farolas, hacía posible ver, aunque con dificultad, la apariencia de aquella pareja. La muchacha, que no debía superar los diecisiete años de edad, tenía unos cabellos rizados, de color heno, que ondulaban empujados por un suave y casi imperceptible viento que soplaba, también deseoso de acariciarlos. La piel, blanca, pura y nívea, contrastaba con la oscuridad de la noche. Los ojos, de un gris tan profundo como la neblina que rodeaba a la pareja, miraban hacía ningún lugar, aunque de vez en cuando miraba a aquel chico que tenía al lado y que sin duda se sentía el ser más afortunado del planeta.
Dicen que la noche es más oscura justo antes del amanecer. No digo que no, lo único que sé es que sigo aquí, feliz pero resacoso...
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